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Palabras Rojas
 
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viernes, diciembre 28, 2007

En defensa del bolchevismo

La desaparición de la URSS en 1991 dio una inyección de fuerza a todas las tendencias que atacaban al bolchevismo, tanto desde el campo burgués como desde el campo revolucionario. En este último caso, crecieron enormemente corrientes como el autonomismo, y revivieron algunas que habían sido enterradas por la historia, como el anarquismo y el consejismo.

Esta izquierda antibolchevique emprendió una tarea de cuestionamiento a todos los pilares de la teoría desarrollada por Lenin y sus colaboradores. Veían en ellos el germen, la semilla de lo que luego sería el estalinismo y todos los regimenes burocráticos (europeo oriental, chino, cubano, vietnamita, yugoslavo, camboyano, etc.).

Todas estas críticas comparten un fundamento en común: la degeneración burocrática de la URSS no sería producto de sus circunstancias específicas, de sus condiciones nacionales e internacionales de existencia, sino del desarrollo de lo que ya estaría contenido en esencia en el núcleo de las concepciones teóricas del bolchevismo.

Según estas corrientes, el Partido Bolchevique se habría limitado a tomar para sí el poder político, “en nombre” del proletariado, e inclusive dejando relativamente intacto el aparato estatal burgués-zarista. La consigna “todo el poder a los soviets” habría sido solamente una maniobra de los bolcheviques para ascender al poder llevados por la ola del movimiento del masas, tras lo cual se habrían dedicado a eliminarlos estableciendo su propia “dictadura totalitaria de partido”. Todo esto, motivados por sus propios intereses personales, de convertirse en los nuevos gerentes estatales de las empresas expropiadas, configurando un “capitalismo de Estado”, tan malo o inclusive peor que el capitalismo de mercado. El estalinismo, por lo tanto, solo sería la continuación del bolchevismo, o su “profundización”, al igual que los otros regímenes burocráticos.

Todas estas cosas tendrían su origen en la supuesta concepción bolchevique de que “las masas no pueden gobernarse a sí mismas” por lo cual deberían dejarle el lugar a su “vanguardia revolucionaria”. Para demostrar que esa sería verdaderamente la concepción del bolchevismo, esta izquierda antibolchevique recurre a un cúmulo de citas descontextualizadas y muy mal comprendidas de distintas obras, y en particular del ¿Qué Hacer? de Lenin de 1902.

Hacen especial hincapié en el siguiente fragmento del mencionado texto:

“Hemos dicho que los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Esta sólo podía ser traída desde fuera. La historia de todos los países demuestra que la clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas sólo una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar al gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc.*. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras.”

Y también, en el siguiente fragmento de Kautkzy, citado por Lenin pocas líneas después de lo anterior:

“es del cerebro de algunos miembros de este sector de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de clase del proletariado, allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera (von auBen Hineingetragenes) en la lucha de clase del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente (urwüchsig) dentro de ella. De acuerdo con esto, ya el viejo programa de Heinfeld decía, con toda razón, que es tarea de la socialdemocracia introducir en el proletariado la conciencia (literalmente: llenar al proletariado de ella) de su situación y de su misión. No habría necesidad de hacerlo si esta conciencia derivara automáticamente de la lucha de clases. El nuevo proyecto, en cambio, ha transcrito esta tesis del viejo programa y la ha prendido a la tesis arriba citada. Pero esto ha interrumpido por completo el curso del pensamiento... "

De esos fragmentos, la izquierda antibolchevique extrae la conclusión de que, según Lenin, la clase obrera carecería completamente de conciencia (en un sentido general) y por lo tanto sería incapaz de gobernarse a sí misma y a la sociedad, por lo cual debería ser reemplazada en esa tarea por su vanguardia revolucionaria, el Partido.

Sin embargo, este punto de vista resulta completamente falso.

En primer lugar, tanto Kautzky como Lenin hacen referencia a un tipo particular de conciencia: la conciencia socialista, es decir, la comprensión global del lugar del proletariado en la sociedad y en la historia, del proceso de la explotación, del carácter de clase del Estado, etc. Cuando esos autores hablan de conciencia socialista, están hablando de una elaboración teórica, científica, que parte del estudio histórico y sociológico y de la reflexión filosófica.

Es esa elaboración la que no brota naturalmente del instinto o la experiencia tradeunionista (es decir, sindicalista) de los obreros, de la misma forma en que los conocimientos teóricos sobre, por ejemplo, la electrónica, no brotan naturalmente del uso de artefactos.

Sin embargo, la carencia de una conciencia socialista no significa, ni mucho menos, la carencia de “conciencia” en un sentido general. De ninguna forma Lenin está afirmando que los obreros sean estúpidos (como pretende la izquierda antibolchevique). El proletariado puede y debe gobernarse a sí mismo y a la sociedad, pero sólo tenderá a hacerlo (rompiendo radicalmente con la ideología burguesa) en la medida en que pueda fusionar su movimiento real con la conciencia socialista.

La concepción de que el proletariado debe ser dirigido verticalmente, de forma unidireccional, con aceptación acrítica de las consignas de la “vanguardia revolucionaria”, con recepción pasiva y sin elaboración propia, no es para nada la del bolchevismo, sino la de su degeneración cancerígena: el estalinismo.

Precisamente, si la intención del bolchevismo hubiera sido establecer una relación con el proletariado del mismo tipo de la que un pastor tiene con sus ovejas, no hubiera hecho hincapié en la necesidad de educar al proletariado: nada mejor para el pastor que la ignorancia del rebaño.

Por el contrario, todo el esfuerzo del bolchevismo, y de la socialdemocracia revolucionaria de la que proviene históricamente (fundada y desarrollada bajo la influencia de grandes teóricos y dirigentes de la talla de Marx y Engels), consistió siempre en proveer al movimiento obrero de esa conciencia socialista, mediante la cual este podría dirigirse concientemente hacia su emancipación y la de la humanidad toda.

Esta relación dialéctica entre el movimiento real del proletariado y su conciencia socialista ya había sido expresada por Marx en su Manifiesto del Partido Comunista de 1848:

“¿Cuál es la posición de los comunistas con respecto a los proletarios en general?
Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros.
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.

Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto.

Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado.
Las tesis teóricas de los comunistas no se basan en modo alguno en ideas y principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo.
No son sino la expresión de conjunto de las condiciones reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando ante nuestros ojos.”

Con la frase “teóricamente, (los comunistas) tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.”, Marx está definiendo precisamente esa conciencia socialista, esa elaboración que no es ni un gran invento ni un gran descubrimiento de ningún genio, sino una reconstrucción de conjunto del movimiento de la historia, sus contradicciones y posibles desenlaces.

Es la posesión de la conciencia socialista lo que diferencia a un comunista de cualquier otro proletario, y lo que le permite “impulsar adelante a los demás”. Pero el comunista no pretende erigirse en pastor de los proletarios, sino contribuir a su constitución en clase, y por lo tanto, al derrocamiento revolucionario de la burguesía y a la conquista del poder político por parte de esa clase.

Esta dialéctica fue la que llevó a cabo siempre el ala revolucionaria de la socialdemocracia, resistiendo los embates del revisionismo oportunista de Bernstein y compañía primero, y de Kautzky y los renegados más adelante. La enorme tarea de elevación política y cultural del proletariado, la construcción de bibliotecas y de casas del pueblo, la traducción de las obras teóricas revolucionarias a todos los idiomas, e infinitos etc. dan cuenta de la voluntad de llevar la conciencia socialista a las masas proletarias, para que estas se emancipasen a sí mismas, a través de su partido político independiente y de los órganos de poder que constituyesen en el transcurso de la lucha (la Comuna de Paris es un gran ejemplo de ello). Rosa Luxemburgo fue también una gran exponente de esa tarea, siendo ella un ícono que ni siquiera los antibolcheviques se atreven a cuestionar, por su enorme autoridad moral y su impecabilidad militante. La misma Rosa que dejara estampadas las palabras: “el futuro pertenece en todas partes al bolchevismo”.

Los bolcheviques no abandonaron en ningún momento a la socialdemocracia revolucionaria, sino que la salvaron de la desviación oportunista y reformista que luego se volvió abiertamente reaccionaria, encabezada por Bernstein primero y por Kautzky luego. Fueron, por lo tanto, la continuidad histórica, teórica y militante de la obra emprendida por Marx y Engels, que dotó por primera vez al proletariado mundial de su teoría revolucionaria y de su organización política independiente, la Asociación Internacional de los Trabajadores fundada en 1864.

La tarea que los bolcheviques desempeñaron desde su formación como tendencia hasta la degeneración burocrática, fue siempre la misma: fusionar la conciencia socialista con el movimiento obrero, para que este se emancipe a sí mismo.

Para ello actuaron siempre con un mismo método, que es también el que proponían Marx y Engels: participar en todas y cada una de las luchas del proletariado, aún por las reivindicaciones más inmediatas y fragmentarias, exponiendo en ella la posición política que se deduce de esa visión de conjunto. Con una línea clara y coherente, con flexibilidad táctica pero sin vaivenes oportunistas ni delirios sectarios, fueron ganándose el respeto del movimiento proletario, en las luchas sindicales, en la lucha contra la guerra, en la lucha contra la autocracia zarista y por las libertades democráticas, en la lucha de los campesinos por la tierra y de la mujer por sus derechos. Sin rendirse ante la presión de las circunstancias, sin ceder a la tentación de seguir por la línea de menor resistencia. Manteniendo siempre la más firme independencia política, y sin ocultar en ningún momento sus principios, medios y finalidades.

De esta forma, el partido de los bolcheviques fue transformándose cada vez más en el partido de la clase obrera, no porque se autoproclamara como tal ni por una metafísica de la “representación”, sino porque cada vez más obreros veían en él a su propio programa, y por lo tanto, a su propia organización y sus propios referentes.

La conquista del poder político por los soviets del proletariado en octubre de 1917, la destrucción del aparato estatal zarista, la conformación del Ejército Rojo con núcleo en las fábricas y campos, la expropiación revolucionaria de los medios de producción por parte de las masas, y tantos etc., demostraron cuán correcta había sido la política de la socialdemocracia revolucionaria, de Marx y Engels, de Luxemburgo, de Lenin y de Trotsky.

La degeneración burocrática que sufrieron la URSS y la Internacional Comunista, no pudo ser producto de todo lo que llevó al proletariado a su victoria, sino precisamente de todo lo contrario. Todo aquello que en condiciones normales hubiera llevado al aplastamiento de la revolución en manos de la reacción burguesa (apoyada en sectores de la clase media urbana y rural), o a la cooptación de las direcciones obreras por parte del Estado burgués (como en la burocratización de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas en Occidente), llevó, en condiciones de dominación política del proletariado, a una anomalía histórica: a la deformación, al cambio de signo, a la contrarrevolución desde adentro de la revolución. De idéntica forma a la que un cáncer devora a una persona desde sus mismas entrañas, hasta que la termina matando. Solo que la Revolución Rusa no se limitó a morir, sino a dar nacimiento a su imagen especular, a su versión invertida, a su alma en pena: los regímenes burocráticos que se expandieron por todo el mundo tras la segunda guerra mundial.

sábado, diciembre 15, 2007

La alegre subversión

Cuando las masas humanas son arrastradas al torrente de la lucha, aunque sea por la necesidad defensiva de resistir a la pérdida de lo que ya tienen (trabajo, salario, etc.), logran sustraerse parcialmente y por un momento del enorme peso enajenante de las relaciones sociales capitalistas. En la lucha, ya no son “empleados” de un patrón, “alumnos” de un colegio o facultad, “ciudadanos” de un Estado burgués o marginales sin lugar en la sociedad: son compañeros.

El compañerismo en la lucha, como relación social, implica romper con la pasividad y con el rol de las personas como objetos. Es decir, recuperar la subjetividad que está enterrada por la pesadez de la vida alienada.

Una lucha realmente masiva, con un protagonismo real de las bases, no puede más que liberar toda la creatividad contenida adentro de esas personas. Toda esa capacidad humana volcada hasta el momento a una actividad dominada por otros, reglamentada, vigilada, etc. emerge ahora de sus profundidades y demuestra que el ser humano puede dirigir sus asuntos de una forma muy diferente a la que nos obligan habitualmente.

Esa creatividad, esa iniciativa que surge del interior mismo del movimiento, ese protagonismo, en definitiva, esa alegre subversión, es el alma, el corazón y el cerebro de las luchas populares genuinas, auténticas. La vitalidad de esas características es la vitalidad de las luchas: sin una no puede existir la otra.

La historia de la actividad política independiente de las clases oprimidas da sobrados ejemplos de esa efervescencia creativa, mayor mientras más masivo y profundo sea el movimiento. Si todas estas características ya están presentes en las minúsculas luchas gremiales (de trabajadores, de estudiantes, de desocupados), se potencian de forma gigantesca en los procesos revolucionarios. En ningún otro momento queda tan claramente demostrado el ingenio de la especie humana, su capacidad de generar infinitas soluciones, como en esos procesos. Alcanza con estudiar la Revolución Francesa, la Comuna de Paris, las revoluciones rusas de 1905 y 1917, la Revolución Española de 1936 o tantas otras, para notarlo inmediatamente.

¡Que todos los grandes principios sean puestos en discusión!, exigían los enragés franceses de 1792. Nada puede escaparse de la implacable mirada crítica de un pueblo movilizado. Y esto quedó claro, nuevamente, en mayo de 1968 y para toda la generación que le siguió, inclusive para los que, nueve años después, darían lugar al estallido punk en las calles de Londres.

¿Cuántas veces el placer subversivo de la lucha logró relegar a un segundo plano a las consignas que lo desataron? Incontables. “Voy a extrañar el acampe”, decía una compañera trabajadora del casino tras semanas de huelga y piquetes. “Voy a extrañar la toma”, decían varios estudiantes del Nacional Buenos Aires, después de mantener el colegio ocupado durante una semana. Muchos textos sobre el mayo francés coinciden en que una de las razones de la prolongación de la huelga en varias empresas, era que sus trabajadores ya no querían volver a trabajar como antes. Era preferible ser compañeros, y no empleados.

La revolución social, en el fondo, implica llevar todo esto hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, para ello es imprescindible también la revolución política, es decir, la destrucción política y económica de la clase dominante, y la construcción de un nuevo Estado de los trabajadores y el pueblo.

De la misma forma, no alcanza tampoco con la creatividad de las multitudes: hace falta también una orientación política clara, coherente, que parta de una visión de conjunto, histórica, materialista, es decir, dialéctica. Y esa orientación sólo la puede dar un partido revolucionario, que actúe con la más sólida unidad de acción, y en cuyo interior se de el más amplio debate. Es decir, que posea un régimen de centralismo democrático.

Es la relación de mutua alimentación entre la alegre subversión de las masas, su creatividad e iniciativa, y la actividad de un partido revolucionario, la que permite que el movimiento en su conjunto avance, superando todos los obstáculos, hacia la revolución social y política que puede garantizar que la vida en su conjunto sea más parecida al compañerismo militante que a la esclavitud asalariada.

sábado, noviembre 24, 2007

Anarquismo y comunismo frente a las revoluciones

Anarquistas y comunistas compartieron su primer tramo de desempeño histórico en el seno de la Primera Internacional, de 1864.

El alzamiento en 1871 de la Comuna de Paris, de idéntica forma, significó un hecho de profundo impacto para ambas tendencias. Era la primera experiencia concreta, real, de intento de emancipación de los trabajadores por los trabajadores mismos.

Tanto anarquistas como comunistas elevan a la Comuna al panteón de la gloria.

Sin embargo, la Comuna fue derrotada. Y en el balance de esa derrota es donde se expresan las divergencias estratégicas entre el comunismo y el anarquismo.

Un año más tarde, los anarquistas serían expulsados de la Primera Internacional, que sería disuelta en muy poco tiempo.

A partir de allí, los caminos divergieron. Una infinidad de sucesos revolucionarios llevó a que cristalicen claramente dos modelos contrapuestos.

Por un lado, el identificado con la Revolución Rusa de octubre de 1917, que siguió el modelo comunista.

Por otro lado, el identificado con la Revolución Española de junio de 1936, que incluyó elementos anarquistas.

Una comparación entre la experiencia de la Comuna de Paris y la de los otros dos modelos, arroja bastante luz sobre la forma en que el comunismo y el anarquismo encaran los problemas que la lucha de clases presenta.

La Comuna de Paris se levantó solamente en esa ciudad. La Revolución Rusa, con eje en Petrogrado y en Moscú, se expandió a todo el país. La Revolución Española quedó circunspecta especialmente a la zona de Cataluña, aunque con pequeños focos en el resto del país.

Todos esos sucesos fueron dirigidos por el proletariado urbano, con mayor o menor protagonismo del campesinado. En la Comuna de Paris, la tendencia más fuerte era el blanquismo, mientras que en Rusia lo eran los comunistas bolcheviques y en España, el anarcosindicalismo. De todas ellas, la única centralizada en un Partido Político fuerte y claramente organizado era el bolchevismo.

En la Comuna de Paris, así como en España, el régimen político nacional no fue disuelto por la Revolución, sino que logró sobrevivir y organizar la contrarrevolución (con los ejércitos versalleses de Thiers en el primer caso, y con el ejército republicano dirigido por los estalinistas en el segundo). En Rusia, en cambio, el gobierno provisional de Kerensky fue disuelto, sumiendo a las fuerzas contrarrevolucionarias en la desorganización y desmoralización.

Tanto la Comuna de Paris como la Revolución Española fueron aplastadas por los primeros embates de la contrarrevolución burguesa. La Revolución Rusa, en cambio, logró resistirlos, abriendo paso a un período de guerra revolucionaria.

El Estado obrero ruso se organizó, en Octubre de 1917, como una gran Comuna, basada en el poder democrático de los consejos obreros, campesinos y soldados. Se diferenciaba de la Comuna de Paris, en un principio, solo en su extensión nacional, su mayor grado de organización y las medidas represivas tomadas contra la burguesía, además de la ausencia de organismos de representación general (los soviets estaban basados en sectores sociales particulares, aquellos que más impulsaban la Revolución). Todas estas diferencias fueron justamente las que permitieron que sobreviva a los intentos de restauración. Y estas diferencias, a su vez, fueron posibilitadas por la presencia dirigente de un Partido Revolucionario centralizado, fuertemente desarrollado en todo el país, que le otorgó a la Revolución en todos sus momentos una orientación política clara y una dirección militar inquebrantable.

La Revolución Rusa, por lo tanto, llegó mucho más lejos que la Comuna de Paris y que la Revolución Española, en todos sus aspectos. Y es por eso que, a diferencia de las anteriores, tuvo que atravesar una infinidad de problemas que se derivaban del hecho de tener que conducir la vida social de toda una nación y preservar el régimen conquistado.

Estos problemas prácticos se agravaron profundamente por la situación de aislamiento internacional de la Revolución, por el hecho de haber ocurrido en el marco de una guerra mundial devastadora, en un país periférico, muy atrasado, de mayoría campesina, con un clima extremadamente riguroso.

Las dificultades que planteaba la guerra revolucionaria llevaron a que el Estado obrero (y por lo tanto la dictadura del proletariado como régimen político) quedara prácticamente reducido (y en cierta forma fusionado) al Partido bolchevique y su dominio sobre todos los aspectos de la vida. Esto debe verse claramente como un problema, que sentó las bases para su deformación burocrática. Sin embargo, era muy difícil de evitar en esas condiciones, y no se puede responsabilizar por ello a sus dirigentes ni a la tendencia comunista, sin cuyas propuestas ni siquiera se habría llegado a superar la sociedad capitalista en su forma tradicional.

La necesidad de ganar la guerra contra los ejércitos imperialistas invasores y los de la burguesía y los campesinos ricos locales, primero, y de reconstruir la economía (esta vez sobre bases socialistas, o de transición al socialismo en el marco del aislamiento) en segundo lugar, llevaron a la necesidad de establecer mecanismos de severo control sobre el trabajo y de integrar al aparato estatal a especialistas burgueses, que combinadas a las medidas de excepción política, configuraron hacia 1922-1923 una estructura estatal a la que el mismo Lenin consideraba deformada burocráticamente. Simultáneamente se producía la sangría de los mejores cuadros revolucionarios proletarios en los frentes de batalla, la desmoralización de las grandes masas por el hambre, el frío, la guerra y el aislamiento, y el enriquecimiento de un sector de campesinos (gracias a las medidas liberalizadoras que fue preciso tomar para evitar una nueva guerra civil) y de oficiales del ejército (por la corrupción que hacía posible el reflujo de la democracia obrera).

Todos esos factores prácticos, concretos, hubieran llevado, sin una centralización férrea, al desmembramiento de la Revolución y a su aplastamiento. Las medidas tomadas lograron dos grandes objetivos: sobrevivir a la reacción burguesa y evitar una guerra fratricida provocada por la miseria.

Sin embargo, la enorme presión de la situación llevó a la destrucción de la Revolución, no desde afuera, sino desde adentro, por parte de todos esos elementos deformados que surgieron como consecuencia de ella. El ascenso de la camarilla de Stalin al poder del Partido Comunista y por lo tanto del Estado obrero vaciado, abrió el período de contrarrevolución que terminaría por liquidar grandes conquistas sociales, provocar matanzas, sabotear los procesos revolucionarios en todo el mundo y finalmente sentar las bases para la restauración capitalista.

Sin embargo, aún con sus consecuencias negativas posteriores, la Revolución Rusa marcó a fuego la historia del siglo XX, y ni siquiera el más incondicional defensor de la burguesía puede negar su importancia. La Revolución Rusa demostró la superioridad del modelo comunista frente al idealismo anarquista, que con su manía de “descentralizar” y negarse a tomar medidas represivas (sumado a su sectarismo finalista), condenó a la esterilidad a todos los procesos revolucionarios que condujo, incluida la Revolución Española.

Por esta razón, porque el modelo comunista, y en particular su expresión bolchevique, pudo y puede responder a los problemas concretos que plantea la lucha de clases, mientras que el anarquismo no, es que el primero subiste todavía y cumple un rol protagónico en el proceso de recompocisión proletaria, mientras que el último ha sido borrado de la historia por los grandes acontecimientos.

lunes, noviembre 12, 2007

La conciencia de clase

Los trabajadores asalariados son mercancías vivientes. Ingresan al mundo del capital, despojándose de todo control sobre sí mismos, para ser exprimidos por éste. Allí no actúan como seres vivos en su sentido de libertad, sino que son usados en su sentido de poseedores de una aptitud mecánica-psicológica para el trabajo. Son el combustible vivo del capital, su fuente de energía.

En el trabajador asalariado, por lo tanto, coexisten dos aspectos. Su aspecto de ser viviente y libre, y su aspecto de ser enajenado. Esta coexistencia no puede más que ser contradictoria.

Esta contradicción, que existe en el seno de cada individuo explotado por el capital, lo lleva a poseer un instinto de rebelión. No puede simplemente ser indiferente frente al hecho de ser exprimido. Este instinto no necesariamente aflora abiertamente, pero generalmente se exterioriza como pequeños actos de negación, de insulto al patrón, de sabotaje o ausentismo.

En algunos casos, y especialmente en presencia de ciertas condiciones propicias y de ciertos catalizadores (por ejemplo, la agitación de militantes de cualquier tipo), este instinto de clase estalla en forma de conflicto gremial (en el sentido de reivindicación por mejorías en las condiciones o remuneración del trabajo, o por la defensa de los puestos de trabajo cuando el capital, en su muestra de mayor cinismo, decide prescindir de los servicios de su combustible).

El conflicto gremial produce efectos muy importantes en la conciencia del trabajador. En el, se delimitan dos bloques claramente separados: el patrón y sus defensores, por un lado, y los trabajadores y sus defensores, por el otro.

Los trabajadores adquieren en esos conflictos, especialmente si resultan prolongados, una vaga conciencia de que forman parte de una clase social que comparte las mismas condiciones. Es entonces donde los distintos sectores de trabajadores en lucha tienden a confluir y unificarse.

En esa unión, los trabajadores de los distintos sectores empiezan a reconocerse no ya principalmente como “trabajador de X empresa” o “trabajador de X profesión”, sino como trabajador a secas. Es aquí donde la vaga conciencia de clase pega un salto abrupto, especialmente si se da la coordinación de las luchas y la identificación, al mismo tiempo, de los distintos patrones como formando parte de una misma clase.

Esta conciencia de clase se va haciendo cada vez más clara mientras mayores y más diversos sean los sectores de trabajadores en lucha, mientras más unificadas estén sus luchas, mientras más prolongadas, duras y rabiosas sean. Todo este proceso de formación de conciencia a su vez es desigual: no se da homogéneamente en todos sus participantes, sino que cristaliza especialmente en sectores adelantados, en lo más activo y en los dirigentes de la lucha. La intervención de militantes y organizaciones clasistas, a través de la participación, el apoyo y la propaganda, acelera muchísimo ese proceso, y lo hace posible donde encontraba trabas.

A medida que los trabajadores van adquiriendo conciencia de clase y estrechando lazos entre sí, van desarrollando al mismo tiempo las organizaciones de clase, las agrupaciones, cuerpos de delegados, sindicatos y partidos. Simultáneamente, se vuelven más receptivos e inclusive buscan activamente una teoría política que los ponga como centro de la escena y que los reconozca como tales.

Fue en ese contexto que, en 1864, se formó la Primera Internacional de los Trabajadores, reuniendo a todos los trabajadores con conciencia de clase del mundo. Progresivamente, fueron consolidándose también grandes sindicatos y partidos obreros.

La conciencia de clase lleva en sí el instinto revolucionario, es decir, el presentimiento de la necesidad de un cambio abrupto y radical en la sociedad. Pero no necesariamente ese instinto deba aflorar tampoco. De hecho, a medida que los sindicatos y partidos obreros se vuelven cada vez más grandes y poderosos, ganando poder de negociación frente a las patronales y los gobiernos y manejando cajas con mucho dinero, un sector de sus dirigentes se va sintiendo cada vez más cómodo, debido a que gracias a sus rentas (y/o a los sobornos de los patrones-gobierno para que entreguen las luchas) pueden vivir con cierto confort. Entonces, y especialmente si los trabajadores ven sus condiciones de vida mejoradas, se va desarrollando en el seno de los sindicatos y los partidos una tendencia a la conciliación de clases, es decir, a la resolución de los conflictos “por acuerdo entre las partes” (rebajando los reclamos a lo mínimo posible), y aceptando y deseando la mediación del Estado burgués para ello.

Esto fue lo que ocurrió con la socialdemocracia, y por ello la Segunda Internacional terminó contribuyendo a paralizar la lucha de clases y a enfrentar a los trabajadores entre sí, en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, existe también casi siempre un gran sector de los trabajadores, e inclusive de sus grandes sindicatos y partidos, que no se deja integrar, y persiste en la lucha. Este fue el caso de los sindicatos anarquistas, un sector del sindicalismo revolucionario, y luego los consejos obreros y la tendencia comunista bolchevique.

La represión de la burguesía, lógicamente, se desata siempre sobre los sectores más radicales del movimiento obrero, dándole mayor cantidad de concesiones (y hasta reconocimiento legal e institucional) a los conciliadores, para que estos se ganen las simpatías de las bases. De esta forma (que a veces llega a su extremo con la intervención gubernamental civil o militar de los sindicatos), la burguesía logró ir desactivando los bastiones organizativos de la confrontación de clases. La capa social de conciliadores, conocida universalmente como burocracia sindical, fue progresivamente capturándolas, y de esta forma, consiguiendo desarticular las luchas antipatronales antes de que produzcan una conciencia de clase.

La burocracia sindical, en este sentido, es un órgano más de la dominación del capital por sobre los trabajadores, una extensión más de la estructura de jefes y supervisores, encargada de combatir desde adentro, y antes de su nacimiento (evitándolo), a la actividad clasista conciente de la clase obrera.

A partir de la década de 1930, y debido al pánico que le había producido a la burguesía mundial la Revolución Rusa de 1917 y la oleada de luchas que desató, los gobiernos burgueses comenzaron a plantearse seriamente la necesidad de afianzar a las burocracias sindicales e integrar y subordinar a los sindicatos al Estado. En algunos lugares esto lo realizó la socialdemocracia, en otros, el estalinismo, en otros el nacionalismo y el fascismo, o simplemente el sindicalismo apolítico. Este proceso se generalizó luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, y en especial con el establecimiento de la convivencia pacífica entre el estalinismo y la burguesía.

Desde ese momento, los sindicatos han tendido a estar en todo el mundo y en su enorme mayoría, en manos de la burocracia conciliadora. Esto provocó que cambiara fuertemente el carácter de las luchas: desde la década de 1950, estas tienden a tener una fuerte impronta antiburocrática, y a desarrollarse a partir de organizaciones diferentes de los tradicionales sindicatos (asambleas de base, comités de huelga, comisiones internas, etc.). Este es el caso de los así llamados conflictos salvajes, especialmente por lo rabiosidad que llegaron adquirir en la década de 1960 y 1970.

En esos casos, la conciencia de clase de tendió a dar lugar a una conciencia revolucionaria aún confusa, y que no logró coincidir con una dirección política convencida que le propusiera una perspectiva superadora.

Simultáneamente a la integración de los sindicatos, se terminó de dar el vaciamiento de los (ex) partidos obreros, excepto en los lugares donde la clase trabajadora seguía teniendo expectativas en líderes nacionalistas. En el primer caso, la clase obrera tendió a volverse apolítica, en el segundo conservó su identidad integrada, hasta que el vaciamiento finalmente se terminó de producir con las dictaduras de la década de 1970 y el comienzo de la ofensiva neoliberal.

Esta ofensiva barrió también con los bastiones de lucha obrera salvaje y con las formas mixtas contradictorias (es decir, los sectores de clase trabajadora integrada a movimientos políticos dirigidos desde el Estado burgués, que sin embargo actuaban en la práctica de la misma forma que los sectores salvajes, pero con una forma de conciencia mucho más atrasada). La década de 1980 presentó una cantidad de conflictos salvajes muchísimo menor, y aún menos la década de 1990, caracterizada por durísimas derrotas. Sin embargo, en lo que va de la década del 2000, los conflictos obreros salvajes se vienen reactivando, y van reconquistando muy lentamente el terreno perdido. Por ahora es una ínfima minoría de los trabajadores la que posee conciencia de clase, y todavía menor la que posee una conciencia revolucionaria, pero las posibilidades de generalizarse en un futuro no tan lejano no están cerradas.

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Precisamente porque la clase obrera considerada por sí misma como tal es la clase del apoyo mutuo y la solidaridad (porque así lo requiere el triunfo de sus luchas), y porque no tiene interés económico en el mantenimiento del régimen de explotación (sino, por el contrario, un interés existencial en derribarlo), es que es la clase que puede desarrollar un mayor sentido humanitario, y por lo tanto, asumir en sus manos la solución de todos los problemas de la especie humana.

viernes, noviembre 09, 2007

90 años de la Revolución Rusa

A 90 años de la Revolución Rusa, el nuevo MAS realizó un balance de su significado, su impacto, su vigencia y las lecciones que se pueden sacar de ella.

(para ingresar, hacer click en la imagen, está en formato PDF)



De yapa, una imagen del glorioso Soviet de Petrogrado:

sábado, octubre 27, 2007

Historia de la revolución proletaria mundial hasta 1939


Los primeros pasos

La rebelión de los sectores sociales oprimidos es una constante de la historia.

Ya en el mundo antiguo las revueltas de los esclavos rompían habitualmente con la "paz social" de los explotadores. El primer gran nombre que todavía recordamos es probablemente el de Espartaco, el que hizo temblar a la titánica Roma conduciendo un ejército rebelde que logró poner en jaque a sus legiones.

Durante la edad media y en los albores de la modernidad, no faltaron tampoco rebeliones de los campesinos y artesanos, contra la tiranía de los nobles y de la incipiente burguesía.

Sin embargo, estos estallidos no conseguían todavía articular un movimiento político que disputase el poder sobre los asuntos sociales en general y sobre la producción en particular.

La urbanización y el surgimiento de los grandes talleres de manufactura, así como el surgimiento de la flamante burguesía, fueron causa y consecuencia de la progresiva disolución del viejo orden en toda Europa. Fue en este marco que estalló en Francia, a fines del siglo XVIII, el primer gran movimiento político que arrastró a grandes masas populares a luchar por una perspectiva de poder, bajo la bandera de la República. Si bien la dinámica de este movimiento estuvo marcada en líneas generales por la burguesía y sus partidos, asomó también la cabeza, por primera vez en la historia, el fantasma de la independencia política de los explotados, en los sectores "incontrolados" por el jacobinismo, en las asambleas populares y las milicias, aquellos que recibieron el nombre de "rabiosos" (enragés), que no se conformaban con las pequeñas reformas, y que no veían que fuera posible ninguna "libertad, igualdad y fraternidad" si no era con una transformación social profunda. Entendían que o se cambiaba todo o no se cambiaba nada, y por eso clamaban "¡que todos los grandes principios sean puestos en discusión!". Sus cabezas fueron parte de las muchas que rodaron bajo los sucesivos gobiernos burgueses, pero aún así obligaron a estos a tomar medidas mucho más radicales de las que estos hubieran deseado, y que limitaban el desarrollo y concentración de la propiedad privada.

Desde la Revolución Francesa, las capas oprimidas de Europa levantaron la bandera de la República, dándole un sentido propio, diferente al que le daban los liberales burgueses. En la medida en que se fue desarrollando la industria moderna y la relación asalariada, el naciente proletariado se iba apropiando de ella para darle una perspectiva superadora a sus reclamos gremiales.

Las revoluciones de 1848 vieron despertar a un gigante, ahora de forma masiva y clara: el proletariado armado y constituido en clase independiente, presentando sus propias demandas, diferentes de la burguesía y conscientes de serlo. Fue su aplastamiento militar el que el hizo que al reclamo de una República social comenzara agregarle el de la dictadura de la clase obrera, la única que podía garantizar la primera y llenarla de su verdadero contenido, haciendo reales las banderas de "libertad, igualdad y fraternidad".

Durante todo ese período comenzaron a aflorar varias tendencias que proponían una visión de conjunto desde la perspectiva de la emancipación obrera y popular (entre ellos, la de Marx y Engels). Realizaron un trabajo de clarificación teórica que fue progresivamente dando sus frutos.

El resultado de todo este proceso, y de la actividad febril de varios militantes, fue la constitución en 1864 de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). Sus dos grandes lemas ("¡Proletarios del mundo, uníos" y "La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos") daban cuenta de que se había producido un cambio irreversible, y que la clase obrera nunca iba a volver a ser la misma.

La Primera Internacional

Desde la AIT, por lo tanto, se comenzó a preparar la revolución proletaria mundial, creando núcleos organizados en todos los países, especialmente en las potencias del momento.

No habían pasado más de siete años de su creación, cuando la guerra franco-prusiana culminó en la toma de Paris por parte de sus obreros armados, en marzo de 1871. Implementaron allí la famosa Comuna, el primer gobierno proletario de la historia, formado sobre la base de milicias populares, asambleas y delegados revocables.

Sin embargo, la Comuna de París fue aplastada tras unos pocos meses, y se desató una brutal represión contra el movimiento obrero de toda Europa.

En este marco, se agudizaron las diferencias existentes entre las dos grandes tendencias de la Internacional, los socialistas y los anarquistas, lo cual llevaría a la expulsión de estos últimos en 1872. En ese mismo año se decidió trasladar su sede de Londres a Nueva York, lo cual, junto a todo lo anterior, tuvo como resultado su disolución, oficializada en 1876, en condiciones de reflujo mundial del movimiento obrero.

La socialdemocracia y la Segunda Internacional

Impulsado por la Primera Internacional se había creado en Alemania en 1875 el partido que luego (en 1890, tras su legalización) sería llamado Partido Socialdemócrata. Este estuvo desde su comienzo impregnado de ideas positivistas que Marx y Engels combatieron ferozmente pero no consiguieron erradicar.

Este Partido se desarrollaría luego hasta volverse gigantesco, con una enorme influencia de masas.

En 1889, los partidos socialistas y laboristas del mundo, construidos a imagen y semejanza del alemán, fundaron la Segunda Internacional, que llegó a consolidar poderosas secciones en todos los países. Sin embargo, el positivismo que había estado presente desde un comienzo en la socialdemocracia alemana (sumado a un creciente liberalismo) comenzaron a ocupar un lugar cada vez mayor. La participación parlamentaria, que para el marxismo era una forma más de desarrollar la conciencia revolucionaria, se volvió para los partidos socialdemócratas el único medio para realizar una transformación social, y cada vez más un fin en sí mismo. Las instituciones burguesas ya no eran denunciadas como tales, e incluso eran embellecidas y defendidas, cayendo en un creciente legalismo.

En ese marco, los obreros radicalizados ya no encontraban en los partidos socialistas una herramienta para su liberación, por lo cual muchos de ellos se volcaron a los sindicatos anarquistas y revolucionarios, especialmente en los países latinos (España, Italia, Francia, América latina), que tuvieron en esos años un gran desarrollo. Sin embargo, el anarquismo, por sus propias concepciones teóricas, no ofrecía una perspectiva de superación revolucionaria a través de la toma del poder político, con lo cual condenaba a toda esa radicalidad a permanecer estéril, mientras que cientos de militantes eran masacrados en combates con la policía o directamente por el ejército y las bandas reaccionarias de la patronal.

Sin embargo, en 1905 la situación empezaría a cambiar. En Rusia, los obreros lanzaron una huelga general política contra la autocracia zarista, y construyeron sus órganos de poder paralelo, los consejos de delegados ("soviets" en ruso). Se armaron por doquier y se negaron luego a desarmarse, lo cual constituyó un enorme avance en el camino de la independencia política, aplicando en la práctica lo que Marx teorizaba ya en 1848.

Este hecho, de enorme impacto, provocó que se delimitara dentro de la Segunda Internacional una tendencia radicalizada, que recuperaba concepciones revolucionarias que hasta el momento sólo eran defendidas por el anarquismo y el dudoso "sindicalismo revolucionario", como la defensa de la huelga general política, de los organismos de autodeterminación obrera y de la insurrección armada. Sus principales exponentes fueron dos grandes dirigentes y teóricos: Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin.

Lamentablemente, la tendencia revolucionaria de la socialdemocracia permaneció siendo minoritaria en todo el mundo (excepto en Rusia, cuya situación particular empujaba hacia una profunda radicalización). Sin embargo, esta situación no duró más de diez años.

La Primera Guerra Mundial y la Internacional Comunista

En 1914, las tensiones acumuladas entre las potencias imperialistas (producto de la tendencia de concentración de capitales), estallaron en forma de guerra mundial.

La socialdemocracia, en vez de combatir esta guerra, votó en los parlamentos el otorgamiento de créditos para financiarla. Esta traición fue sentida por muchos militantes como la gota que rebalsó el vaso de agua: en todos lados, el ala radicalizada de la socialdemocracia rompía con los partidos oficiales y creaba nuevos agrupamientos.

En 1917, el proletariado ruso lanzó la ofensiva que en Octubre lo llevó a conquistar el poder político, dando inicio a ese asalto proletario mundial cuya preparación había llevado a la formación de la Primera Internacional en 1864, es decir, 53 años antes.

En todo el mundo, los obreros radicalizados desataron huelgas generales y levantamientos insurreccionales, estuvieran agrupados en el socialismo disidente, en el anarquismo o simplemente desorganizados.

En 1919, se fundó en la Moscú revolucionaria la Internacional Comunista o Tercera Internacional, con el objetivo de constituirse en la dirección de esa revolución proletaria mundial. Su existencia es el pico más alto alcanzado hasta el día de hoy en el camino hacia ella. En todos los países se constituyeron Partidos Comunistas que buscaron orientar al proletariado a la conquista del poder político.

Sin embargo, la revolución proletaria mundial fue derrotada militarmente (y luego políticamente) en los primeros años de la década de 1920. Sólo en Rusia se consiguió derrotar definitivamente a la burguesía, destruyendo su Estado, expropiándola y despojándola de toda posibilidad de manifestarse políticamente. Sin embargo, la derrota de la revolución mundial se manifestó allí también: la victoria militar en la Guerra Civil, que cesó en la mayoría de sus frentes en 1920, fue una victoria pírrica, que significó en última instancia la muerte de la revolución proletaria, por sus enormes consecuencias en el bando revolucionario (muerte de sus principales cuadros, desánimo y pesimismo general, destrucción de la economía, militarización de la producción y de la vida social en general, etc.).

Esta derrota mundial se puede explicar por varias razones: la falta de madurez de la nueva dirección revolucionaria, la Internacional Comunista, que no tuvo tiempo de consolidarse, las ilusiones que todavía quedaban en el proletariado respecto a la socialdemocracia, los prejuicios que restaban en los obreros anarquistas tras años de enfrentamiento con el socialismo, etc. Sin embargo, todos estos defectos podrían haber sido revertidos con el tiempo, si no hubiera sido porque la burguesía, que retomó entonces la iniciativa en todo el mundo, supo articular una respuesta contundente.

La contrarrevolución mundial

Los primeros años de la década de 1920 significaron entonces el inicio de la contrarrevolución mundial, con el ascenso del fascismo en Italia en 1922. En Rusia, las penosas condiciones en que había quedado el país tras la guerra civil, sumadas al aislamiento desolador, llevaron a un creciente enfrentamiento entre la dirección comunista y algunos sectores populares, que se tradujo en más derramamiento de sangre y más desánimo, y por lo tanto, en un reflujo del protagonismo de masas que sentó las bases para la apropiación del Partido Comunista por parte de la capa social de arribistas, burócratas, oficiales y campesinos enriquecidos por la liberalización económica (que también fue producto de todo lo anterior). Esta capa social parasitaria aprovechó la enfermedad de Lenin para imponer a Stalin como representante de sus intereses, iniciando su dominio desde 1924.

Fascismo y estalinismo fueron las dos tendencias políticas que marcaron la dinámica del período comprendido entre 1924 y 1939. La primera, exterminando a la vanguardia proletaria con la más absoluta complicidad de las burguesía liberales, y la segunda, llevando a esa misma vanguardia proletaria a derrota tras derrota, con su nefasta teoría del "socialismo en un solo país".

La burguesía, que había tenido un respiro por la recuperación económica de posguerra y la derrota militar de la revolución, se vio nuevamente sacudida en 1929 por la crisis económica que era expresión de sus más profundas contradicciones estructurales.

Ese mismo año, Trotsky y otros revolucionarios rusos fueron expulsados de la URSS por la dirección estalinista, fundando estos luego la Oposición de Izquierda dentro de la Internacional Comunista.

Esta crisis, de terribles consecuencias para la clase obrera, llevó a crecer considerablemente a muchos Partidos Comunistas, pero el estalinismo se encargó de que esto no se tradujera en un nuevo avance proletario.

En Alemania, la "amenaza comunista", combinada con la destrucción de la economía por la crisis, logró que la burguesía nacional, la pequeñoburguesía y los desocupados unieran filas alrededor del Partido Nacional Socialista, que conquistó el poder en 1933, gracias a la completa incapacidad del estalinismo y la socialdemocracia para ponerle freno, y a la complicidad de las burguesías liberales.

En 1935, el estalinismo lanzó en todo el mundo la consigna de formar frentes populares con la burguesía antifascista, terminando de liquidar la perspectiva de una revolución proletaria.

En 1936, el proletariado español lanzó su contraofensiva contra el intento fascista de derribar la República que el anterior había conquistado en 1931, y a la cual le había impuesto una serie de medidas que atacaban los privilegios de las clases dominantes y de la Iglesia. Esta contraofensiva estuvo conducida por el anarquismo, principalmente, y la socialdemocracia en segundo lugar, que habían formado con la burguesía liberal el Frente Popular que proponía el estalinismo.

Este Frente Popular se encargó de que la contraofensiva proletaria no derivara en una disputa por el poder político. En mayo de 1937 la burguesía republicana y el estalinismo recuperaron el terreno perdido disolviendo las milicias y buena parte de las colectivizaciones urbanas y rurales. Finalmente, el Frente Popular perdió la guerra civil en 1939.

La única tendencia que en este período conservó la perspectiva de la revolución proletaria mundial, defendiendo hasta el final la más absoluta independencia política del proletariado, fue el trotskismo, que en 1938 constituyó la Cuarta Internacional, el partido que pretendía retomar la lucha traicionada por la socialdemocracia y el estalinismo, como manifiesta en su Programa de Transición.

Sin embargo, la derrota del proletariado en la Guerra Civil Española significó un durísimo golpe para la clase obrera en todo el mundo, y dio vía libre al nazi-fascismo para avanzar sobre Europa, obligando al mismo tiempo al proletariado a subordinarse políticamente a las direcciones burguesas para poder defender las más mínimas libertades democráticas.

De esta forma, el proletariado ingresaba en el nuevo período histórico totalmente desmoralizado y atado de pies y manos, con un único bastión de resistencia que todavía no había tenido tiempo para consolidarse, la Cuarta Internacional.

miércoles, octubre 17, 2007

Desmitificando al Che Guevara (Parte 3)

La revolución en ausencia de proletariado

¿Era posible que la revolución en Cuba siguiese un camino diferente?

Es difícil saberlo. Hay quienes sostienen que inclusive hubiera sido posible una revolución basada en el escaso proletariado urbano existente. Pero suponiendo que esta posibilidad no hubiese existido realmente ¿qué se podía hacer? La pregunta debe ser formulada más generalmente: ¿qué se puede hacer en los países donde no se ha desarrollado un proletariado con suficiente fuerza como para encabezar una revolución?

La expropiación de la burguesía, y en especial de la burguesía imperialista, es de por sí un progreso ya que conduce al debilitamiento de ella en todo el mundo y facilita su derrota, llevándola a la crisis en sus propios países. Si todos los países periféricos pudieran expropiar a la burguesía imperialista, entonces muy probablemente el capitalismo entraría en una crisis terminal en las propias potencias mundiales, incitando a sus propios proletariados a darle el golpe final. Además, la expropiación de la burguesía imperialista en cualquier país siempre tiende a producir una oleada de simpatía mundial en los sectores adelantados del proletariado, de los estudiantes y de las capas oprimidas en general, que los lleva a redoblar sus embates contra el capital. La revolución cubana de 1959 fue un factor de enorme peso para la radicalización de la lucha de clases ocurrida en la década del sesenta y setenta.

Estos argumentos eran parte de los sostenidos por las tendencias tercermundistas de la posguerra, dando lugar a los movimientos “de liberación nacional”. Ellos se dividían en general en dos grandes tendencias: por un lado, la de la “revolución por etapas”, que consideraba que las burguesías nacionales podían encabezar revoluciones que expropiasen a las extranjeras, por otro lado, una mucho más progresiva, que sostenía que ninguna burguesía era capaz de encabezar una lucha hasta el final contra el imperialismo.

El Che Guevara, justo es decirlo, era un exponente de la segunda tendencia, y jamás confió ni un milímetro en la capacidad de las burguesías nativas para enfrentarse al imperialismo, pese a que a muchos de los que hoy lo idolatran forman parte de la primera tendencia.

Pero, si la burguesía nacional no puede expropiar a la imperialista, y en algunos países tampoco existe un proletariado que pueda hacerlo ¿cuáles son las fuerzas capaces de conseguirlo? Evidentemente, sólo un partido-ejército que, apoyándose en los reclamos de las capas oprimidas, las oriente de una u otra forma hacia la toma del poder. Es probable que en estos contextos, la teoría foquista sea la única que pueda dar una respuesta para el problema de cómo movilizarlas en ausencia de un proletariado fuerte.

Es en este marco que la revolución cubana fue un hecho progresivo, en el sentido de que realizó todo lo que podía realizar: expropiar a la burguesía imperialista, para contribuir de esta forma a la crisis mundial del capitalismo y alentar a las masas en todo el mundo a imitar el ejemplo. Sin un proletariado urbano masivo, es muy poco probable que se pudiera conseguir algo más que ello. En este sentido, el Estado burocrático y el modo de producción burocrático pueden inclusive ser perdonables, hasta tanto no se generen las condiciones para una verdadera transición al comunismo, de la mano de los consejos obreros. Sin embargo, no hay que darle a estos casos mayor categoría de la que realmente tienen: las conclusiones que son válidas en ellos no lo son necesariamente para los demás, y esta es una diferencia fundamental que hay que poseer respecto a las tendencias tercermundistas.

Además, las masas deben tener derecho, aún en estos casos, a poseer las libertades democráticas que usualmente los Estados burocráticos reprimen, siempre y cuando estas medidas represivas no sean realmente imprescindibles para la defensa de la propiedad estatal frente a los intentos liberalizadores capitalistas. Aunque la historia demostró que, cuando a la capa burocrática la interesa la restauración de la propiedad privada, las medidas represivas no son usadas para defender las conquistas revolucionarias sino por el contrario, para terminar de aniquilarlas. Por eso, cuando la capa burocrática se vuelve restauracionista, la conquista de libertades democráticas es una necesidad cuyo sentido principal es, paradójicamente, defender la propiedad burocrática de los ataques de la misma burocracia.

Demás está decir que, cuando realmente existe un proletariado fuerte, capaz de asumir en sus manos la dirección de la sociedad, la conquista de libertades democráticas en los Estados burocráticos es una necesidad fundamental en todo momento, y la guerra con la capa burocrática debe ser frontal y absoluta, con el objetivo de derrocarla y abrirle el paso a la transición al comunismo. Sólo deben ser admisibles las medidas represivas completamente imprescindibles, e implementadas por los mismos órganos de autodeterminación del proletariado.

Ya han ocurrido en la historia casos en los que el proletariado entrara en conflicto abierto con la capa burocrática: Alemania Oriental en 1953, Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968, etc. En el caso de Hungría, llegaron inclusive a formarse consejos obreros y a plantearse la necesidad de la “propiedad auténticamente socialista de la producción”, es decir, de la planificación combinada con la autogestión, en oposición al modo de producción burocrático heredado del estalinismo.

Estas cuestiones son centrales para realizar un balance de las experiencias pasadas, y tienen importancia también para las batallas que se avecinan. Nada nos indica que ciertas circunstancias adversas no vayan a repetirse en las revoluciones del futuro, si bien, afortunadamente, esto es poco probable, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas en todo el mundo llevó a la generalización de la relación asalariada, el crecimiento de las ciudades, el incremento de los volúmenes de producción y el desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación, dando menos margen a la formación de una capa burocrática. Lo más probable es que, en las condiciones modernas, en el caso de que triunfe en algún rincón del mundo una revolución proletaria, esta lleve tarde o temprano al derrocamiento del capitalismo y la transición al comunismo, o que sea ahogada en sangre en el intento. En tiempos de globalización, la lucha se juega a todo o nada.

La restauración capitalista

La reconversión en burguesía privada es la única opción que le queda a la capa burocrática cuando el modo burocrático entra en crisis por sus contradicciones internas, que a la vez son producto de las condiciones económicas mundiales y de su intento de competir mercantil y bélicamente con el capitalismo de mercado. Es una “retirada en orden” en la que esta descarga el peso de la crisis sobre la población, salvando sus propios intereses. Las mismas medidas represivas que antes usaba para garantizar su posición de privilegio a través de la propiedad estatal, ahora las utiliza para conseguir la restauración capitalista.

Esto ocurrió en la URSS, aunque caóticamente y con grandes dificultades, por lo cual en su copia china se intentó hacerlo de forma más progresiva y controlada.

Tras la caída de la URSS, Cuba se quedó sin su mayor fuente de subsidios, por lo cual su economía presenta cada vez más atraso respecto al mundo capitalista. A esto se le suma la presión política e ideológica que impuso la propaganda burguesa gracias a la caída del mal llamado “socialismo real”.

Se plantea entonces, inevitablemente, la cuestión de la restauración capitalista en Cuba. A diferencia de los otros casos, a la capa burocrática se le presentan muchas dificultades para reconvertirse en burguesía privada mediante una transición, ya sea al estilo ruso o al estilo chino: la isla posee muy poco territorio, población, recursos e industria. Excepto el negocio del turismo, una de las mayores fuentes de ingreso para la economía cubana, no existen prácticamente negocios rentables para una futura burguesía de ex-burócratas, a diferencia de Rusia, por ejemplo, donde gracias a la industria del petróleo pudieron seguir enriqueciéndose. Además, una restauración capitalista podría llegar a destruir completamente la economía de la isla, trayendo enormes dificultades como tasas elevadas de desempleo, hambrunas, etc. Es muy probable que sea por estas razones que todavía no haya comenzado una restauración masiva de la propiedad privada. Por otro lado, Cuba todavía puede obtener un respiro gracias a los subsidios económicos que le otorga el chavismo venezolano con los hidrocarburos.

Sin embargo, es muy probable que tarde o temprano se termine llevando a cabo la restauración de la propiedad privada en Cuba, por las presiones económicas y políticas que sufre. La vieja guardia de dirigentes de la revolución del ’59 no va a ser eterna, y es muy poco probable que las nuevas camadas vayan a mantener las cosas como están.

Es necesario advertir y preparar a las masas para ello, porque el efecto ideológico que va a tener la caída del modo de producción burocrático va a ser devastador, gracias a la propaganda burguesa, que lo va a hacer pasar nuevamente como “el fracaso del socialismo”, como ya lo hizo con la URSS y China. La generación que vivió en su juventud la emoción de la revolución cubana va a terminar de dar el giro a la derecha que ya emprendió desde el fracaso del ascenso proletario y popular de los setenta. Al mismo tiempo, las nuevas generaciones, que crecieron bajo la hegemonía neoliberal, van a ser afectadas en dos sentidos opuestos: por un lado, se va a fortalecer la idea que “no existe alternativa al capitalismo”, alentando la despolitización y el desánimo. Por otro lado, van a poder liberarse al fin de los últimos restos de la cosmovisión estalinista, lo cual permite que, de la mano de un balance correcto, se logre avanzar nuevamente hacia posturas clasistas, internacionalistas, dialécticas, revolucionarias y partidarias del protagonismo de masas, siempre y cuando se logre contrarrestar la influencia de las ideologías autonomistas, posmodernas, etc.

Por primera vez en más de ochenta años, se podrá recuperar el verdadero sentido de la palabra “comunismo”, se harán otras lecturas de las obras clásicas (de Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Luxemburgo, etc.), etc. En este marco, no sólo no pierde vigencia la necesidad de partidos revolucionarios trotskistas, sino que estos inclusive adquieren una nueva responsabilidad que se agrega a las anteriores: la de orientar esa lucha teórica.

De la misma forma en que sólo estos partidos pudieron sobrevivir a la debacle del campo burocrático, mientras que todas las otras corrientes partidarias se disolvían, quedándole el terreno despejado para su intervención en la lucha de clases, ahora este mismo proceso se agudizará, abriendo perspectivas muy interesantes. El problema que se plantea en esta nueva etapa ya no es tanto de dirección, sino de articulación entre los partidos trotskistas y las masas, los movimientos y sus sectores más avanzados.

El caso de Venezuela

Por último, es necesario hacer un balance sobre la situación actual en Venezuela. Se da allí un caso muy particular: a contramano de lo que ocurre en el resto del mundo, un gobierno surgido del ejército burgués encabeza un proceso que se denomina a sí mismo “revolucionario” y “socialista”. Y no sólo eso, sino que inclusive hace referencias al marxismo y a los dirigentes de la revolución rusa.

Es muy difícil adivinar las intenciones de la dirección de este proceso (es decir, el grupo de oficiales del ejército, los empresarios nacionalistas y la burocracia sindical, una estructura que recuerda mucho al peronismo y a todos los movimiento nacionalistas burgueses). Sin embargo, hay algo que se hace bastante evidente: el deseo de este grupo de avanzar en la nacionalización de algunos sectores de la economía.

Algunas corrientes autodenominadas “marxistas”, ven en estas nacionalizaciones, al igual que en la revolución cubana, el inicio del socialismo, especialmente por su combinación con la retórica antes mencionada.

Sin embargo, y por más progresivas y deseables que sean, las nacionalizaciones no sólo no significan la apertura del camino al socialismo (ni mucho menos su consumación), sino que son parte de los intereses de una capa de empresarios privados y estatales, actuales y futuros, que a través de ellas piensan incrementar sus ganancias gracias a las posibilidades de inversión, de explotación de los hidrocarburos y de expansión de los mercados que esas nacionalizaciones abren.

Pero entonces ¿cuál es el sentido de la retórica revolucionaria? Por un lado, ganarse el apoyo en todo el mundo de las tendencias más centristas de la izquierda, recreando ese espacio político que quedó vacante desde la caída de la URSS. Por otro lado, legitimar ante las mismas masas el proyecto de las nacionalizaciones, que desde la ofensiva neoliberal fueron víctimas de una campaña propagandística demonizadora.

Si bien es cierto que esta retórica, y la dinámica del proceso en general, pueden llevar a una radicalización del proceso, la misma estructura verticalista de los sindicatos chavistas y del nuevo Partido Socialista Unificado se encargarán de contenerlo, de la misma forma en que lo hizo el peronismo en la Argentina en las décadas del ’40, ’50, ’60 y ’70.

Los dirigentes sindicales y partidarios clasistas ya están siendo perseguidos y reprimidos, obviamente bajo la acusación típicamente estalinista de “ser funcionales a la oposición burguesa” o directamente “agentes del imperialismo”.

El porvenir de la Venezuela chavista y de los restos de la Revolución cubana están íntimamente ligados: ambos se necesitan mutuamente, y difícilmente una vaya a soportar la caída de la otra. De ellas depende también la capacidad de los gobiernos “progresistas” como el de Kirchner, Lula, Evo Morales, Tabaré Vázquez, Bachelet, Correa, etc. para mantener su retórica y simbolismo, formando entre todos ellos una simbiosis que les permite a sus respectivas clases y capas dominantes mantener y expandir sus beneficios.

En esos países y en todo el mundo, la única transformación posible vendrá de la mano del proletariado arrastrando tras de sí a las capas oprimidas, y bajo la conducción de los partidos revolucionarios trotskistas.

lunes, octubre 15, 2007

Desmitificando al Che Guevara (Parte 2)

La influencia ideológica del estalinismo


La segunda guerra mundial modificó fuertemente el panorama de la lucha de clases mundial. A su término, el Estado burocratizado de la URSS se había expandido militarmente por sobre Europa oriental, fortalecido su capacidad industrial y bélica, y por lo tanto, elevado su posición mundial a la de segunda potencia, compitiendo cabeza a cabeza con EEUU. De esta forma, se había fortalecido también, y especialmente, la capa social burocrática que lo dirigía.

Una de las consecuencias que tuvo este hecho, es que aumentó también su influencia ideológica en todo el mundo. La capa burocrática, al haberse formado como degeneración de la dictadura del proletariado, sólo podía justificar su existencia y sus políticas reaccionarias con un doble juego: por un lado, tomando como punto de partida a la teoría de Marx y Lenin, por otro lado, distorsionándola de tal forma que le quedara a medida.

Es este “marxismo leninismo” distorsionado, fabricado en las usinas ideológicas de la capa burocrática de la URSS, el que predominó en los medios revolucionarios de posguerra. Mao Tse Tung, Fidel Castro y el Che Guevara fueron exponentes de esta tendencia.

Esta distorsión teórica sobre el marxismo original y su desarrollo leninista, fue efectuada en distintos campos. En un primer momento, fue el engendro teórico del “socialismo en un solo país” el encargado de enterrar la clarísima exposición de Marx y Engels sobre la necesidad imperiosa de una revolución en los países dominantes para que sea concebible una transformación radical en las relaciones de producción. De esta aberración se desprende la siguiente: la proclamación del socialismo/comunismo, de la “sociedad sin clases” como ya alcanzada en la URSS (error en el que ya habían incurrido parcialmente los mismos bolcheviques, pero sin la intencionalidad conservadora con la que lo hizo el estalinismo).

Pero esto no fue suficiente para la capa burocrática, que debió atacar todavía el otro pilar de la teoría marxista, el del sujeto revolucionario. Para el marxismo original, el proletariado constituido en clase, arrastrando tras de sí a las capas oprimidas, era el único que podía llevar a cabo una revolución que abriese el camino al comunismo, y para el desarrollo leninista, esto sólo era posible si era bajo la dirección de un partido revolucionario.

Para el “marxismo leninismo” distorsionado, en cambio, lo único importante era el Partido, que podía conducir directamente a las capas oprimidas sin mediación del proletariado, y por lo tanto, sin mediación de sus órganos de autodeterminación ni de su impulso consciente.

En estas condiciones, el “marxismo leninismo” distorsionado desarrolló también otra aberración teórica: la de “revolución socialista”. Para Marx, la revolución era solamente revolución proletaria, y por las medidas anticapitalistas que ésta tomaría, llevaría a largo plazo al comunismo, es decir, a la sociedad sin clases sociales ni Estado.

En el concepto de “revolución socialista”, lo que se entierra es justamente el carácter necesariamente proletario de la revolución, mientras se da a entender que el socialismo puede ser resultado de un decreto fundacional, cosa absolutamente falsa y que ignora el carácter complejo de las relaciones sociales de producción.

Todas estas cuestiones pueden ser fácilmente observadas en el cuerpo teórico creado por el maoísmo, el guevarismo y demás tendencias tercermundistas.

Con ellas es coherente, además, la metodología propuesta por el Che Guevara de crear un foco guerrillero que “genere las condiciones” para un levantamiento campesino y urbano dirigido por éste. Esta propuesta jamás pasó la prueba de la historia en contextos urbanos e industriales desarrollados, ya que el proletariado, por sus características, posee una dinámica propia que lo lleva a no participar masivamente en procesos que no tengan como punto de partida su propia actividad independiente, y en particular la lucha gremial. El método foquista llevó, además, a la formación en Cuba de un Estado burocrático desde el comienzo, que de ninguna manera abrió el camino al comunismo (cosa que por otro lado, tampoco era posible mientras la revolución quedase aislada).

La formación histórica de la capa burocrática y de su modo de producción


Para entender todas estas cosas, es necesario hacer una recorrida histórica por los orígenes de la capa burocrática y de su modo de producción asociado.

En octubre de 1917, se dio en Rusia el más profundo proceso revolucionario ocurrido hasta el momento en la historia.

El proletariado y el campesinado, organizados en asambleas y consejos de delegados (soviets), y en medio de una masiva huelga general, comenzaron a pronunciarse a favor de la toma del poder. Removieron a las direcciones reformistas, poniendo en su lugar al Partido Bolchevique, el único que había sostenido firmemente la necesidad de derrocar al gobierno provisional burgués y establecer un gobierno obrero-campesino. Bajo la dirección de este Partido, se levantaron insurreccionalmente, destruyeron al Estado zarista y dieron lugar a la formación de el primer Estado obrero de la historia (segundo, si se considera a la efímera Comuna de París), no sin batirse antes a muerte con los ejércitos blancos de la contrarrevolución y la intervención imperialista, en lo que fue conocido como Guerra Civil Rusa. El carácter proletario de este Estado se hace evidente en su misma denominación: Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Luego el adjetivo “soviético”, de la mano de la reacción estalinista, pasaría a nombrar exactamente a su contrario.

Pero esta revolución proletaria no podía abrir el camino al comunismo si no se extendía también a las potencias capitalistas. Mientras el proletariado ruso se desangraba en la Guerra Civil, la revolución era también aplastada en Alemania, Italia, Hungría, etc.

El aislamiento que de ello se desprendió, sumado a las dificultades específicas de un país periférico, de economía muy atrasada y enorme mayoría campesina, llevaron a que el Partido Bolchevique (renombrado Partido Comunista) debiera ir progresivamente suprimiendo la democracia obrera y militarizando la producción y la vida social en general, lo cual tuvo como consecuencia la formación de una capa burocrática. En estas condiciones fue que la camarilla reaccionaria de Stalin pudo hacerse con el control del Partido Comunista, dando lugar a la liquidación de enormes conquistas revolucionarias. Como un cáncer, el estalinismo devoró “desde adentro” todo vestigio de dictadura del proletariado, inaugurando la dictadura de esa capa burocrática.

De esta forma, la única revolución obrera y soviética triunfante de la historia dio lugar al surgimiento de la capa burocrática y, con ella, del modo burocrático de producción, es decir, de la economía planificada sin protagonismo de multitudes y con una capa privilegiada que, al igual que en el capitalismo, se enriquece gracias la extracción de plusvalía en el proceso productivo mismo y sin coerción interna (a diferencia de la esclavitud).

Esta anomalía histórica solo pudo ser posible gracias, por un lado, a la fuerza titánica de la revolución proletaria (que pudo transformar radicalmente las relaciones sociales de producción), y por el otro, a las condiciones objetivas adversas nacionales e internacionales, aunque también motivada probablemente por algunas concepciones poco dialécticas del bolchevismo (lo que no implica negar su importantísimo rol en la revolución rusa y la validez de muchas de sus enseñanzas sobre el Partido).

La situación de esta capa burocrática era muy particular, ya que, si bien dominaba de hecho la producción y la vida social en general, y se enriquecía gracias a ello, no poseía ninguna garantía jurídica y cultural de sus privilegios, por la ausencia de propiedad privada y de otras formas de institucionalización (como lo eran, por ejemplo, en el modo feudal, los fueros personales como títulos nobiliarios, etc.).

De esta forma, los miembros de la capa burocrática no tienen asegurada su posición dominante, por lo cual su principal preocupación va a consistir siempre en perpetuarse, lo cual sólo es posible mediante el terrorismo estatal y el control rígido y verticalista de la vida social en general y de la producción en particular.

Necesitan, además, de una figura fuerte que pueda disminuir las tensiones internas de esa capa y oscurecer su existencia ante los ojos de las multitudes, presentándose como caudillo. Esto empalma con la lógica necesidad de dirigentes fuertes en todos los grandes procesos, pero transformando cualitativamente su contenido. Así, Stalin se ganó su lugar entre la capa burocrática soviética, usando el simbolismo de la figura fuerte de Lenin para erigirse como máximo dictador, creando a su alrededor una mística paternalista.

Allí donde las masas anónimas encuentran dificultades para asumir la dirección de sus propios asuntos (en el caso cubano, por la ausencia de un proletariado con organismos de autodeterminación), se genera una expectativa mesiánica alrededor de los dirigentes fuertes, que ya sienta las bases para su transformación dictatorial en Primer Burócrata. Este es claramente, el caso de Fidel Castro y Mao Tse Tung, y por extensión, del Che Guevara, que además tuvo la mala suerte de ser tomado como referente hollywoodense del marketing de la “juventud rebelde”.

Este modelo burocrático estalinista fue copiado en las revoluciones de posguerra por partidos-ejércitos separados del proletariado y sus organismos, que dirigiendo masas campesinas (carentes de organismos de autodeterminación) impulsadas por la demanda de reforma agraria y libertades democráticas, llegaron al poder político, expropiando a la burguesía y deviniendo luego ellos mismos como la nueva capa dominante. En el caso de Cuba, esto no se dio desde un inicio, sino que la revolución adquirió un carácter burocrático y no meramente nacionalista campesino en la medida en que necesitaba expropiar los resortes principales de la economía para completar esas tareas, y que requería asociarse con la economía de la URSS para desarrollar sus fuerzas productivas y defenderse militar y diplomáticamente.


El Che y la capa burocrática


Si bien el Che Guevara repudió siempre los privilegios de la capa burocrática, no comprendió nunca que la única forma de evitarlos es, por un lado, con la vida política y social en manos de los organismos de autodeterminación de masas (como en la Comuna de París), y por otro lado, con la gestión obrera de la producción, y que ambas cosas requieren del protagonismo de un proletariado moderno que pueda arrastrar a todas las capas oprimidas, por las razones antes mencionadas.

Su crítica de la URSS era en tanto “socialimperialismo” y en tanto continuación del reino de la ley del valor, que él pretendía eliminar idealísticamente mediante la creación de un “hombre nuevo” en base a la educación y el ejemplo. Esta pretensión resulta claramente utópica cuando se tiene en cuenta que la ley del valor no puede dejar de regir en un lugar aislado del mundo, y mucho menos en uno escasamente industrializado, subsidiado por una economía muchísimo mayor (la URSS), y dependiente de la agricultura. El “hombre nuevo”, en ese contexto, sólo puede ser utilizado por la capa burocrática como legitimación del “trabajo voluntario” y demás formas de extracción de plusvalía.

(continuará...)

sábado, octubre 06, 2007

Desmitificando al Che Guevara (Parte 1)

Han pasado ya 40 años desde el fusilamiento del Che Guevara en Bolivia. La importancia simbólica que ha cobrado últimamente su figura provocó que en todos lados se estén realizando homenajes, documentales, etc.

En este marco, Alegre Subversión quiere aprovechar para introducir un debate sobre un aspecto un poco más profundo que su vida personal, su “gesta heroica” y demás atributos literarios. Es decir, quiere introducir un debate sobre sus posiciones teóricas y su relación con el proceso histórico que protagonizó, la revolución cubana.

En primer lugar, es necesario hacer una serie de reconocimientos preliminares para evitar malinterpretaciones. Sin duda alguna, el Che era un hombre de gran calidad personal, valentía y entrega a la causa, con una muy fuerte y sincera voluntad de mejorar la calidad de vida de los sectores explotados y de acabar con la dominación imperialista y sus consecuencias. También era fuertemente internacionalista, anticapitalista, y tenía muy en claro la necesidad de una revolución, en un momento donde todas estas cosas no eran ya tan comunes.

Sin embargo, también hubo millones de otras personas con esas características, que no han recibido el reconocimiento que merecen, perdiéndose en el anonimato. Es el caso de enormes cantidades de hombres y mujeres que han luchado en primera fila en todos los procesos revolucionarios, desde las revueltas de los esclavos romanos hasta los caídos en las manifestaciones populares recientes, pasando por la revolución francesa, la Comuna de Paris, las revoluciones rusas, la Guerra Civil Española y las huelgas clasistas de la década del 70, entre muchas otras.

Por otro lado, si bien al Che Guevara hay que reconocerle todas estas virtudes personales y políticas, es casi lo único que se le puede reconocer, porque como teórico debe ser implacablemente criticado. Ahora sí, vayamos a lo importante.


¿Tercermundismo o revolución proletaria mundial?


Cuba se caracterizaba, en el momento de la revolución (1959) por ser un país con muy poco territorio y recursos naturales, cuyo peso económico recaía en la agricultura, con una población mayoritariamente agraria y un muy escaso desarrollo industrial. Sus principales empresas y explotaciones agrícolas dependían del capital extranjero, en especial del estadounidense, y el país era gobernado por una dictadura militar.

La revolución cubana fue, por lo tanto, una revolución esencialmente campesina, que perseguía una reforma agraria, la liberación nacional y la adquisición de libertades democráticas, que fue iniciada y conducida por un partido-ejército guerrillero. Este partido-ejército, una vez que tomó el poder, fue expropiando progresivamente a la burguesía y asociándose con la Unión Soviética, estableciendo un modo de producción burocrático (es decir, sin protagonismo de masas) y con fuerte dependencia a los subsidios de la URSS. Todo esto bajo la bandera del “socialismo” o “comunismo” y haciendo alusión a la tradición del marxismo.

Sin embargo, observando las características de la revolución cubana y las posiciones teóricas de sus dirigentes, se vuelve más que evidente la contradicción entre ellas y las características de la revolución proletaria mundial que Marx y Engels defendían. Algunos de los defensores de los postulados guevaristas sostienen que éste realizó una “adaptación a la situación latinoamericana”, como si fuera posible tal cosa, como si los enunciados del materialismo dialéctico no fueran ya de por sí universales.

Marx sostiene, en La ideología alemana(1846):

“Con esta «enajenación» (...) sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder «insoportable», es decir, en un poder contra el que hay que hacer la revolución, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente «desposeída» y, a la par con ello, en contradicción con un mundo de riquezas y de educación, lo que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (...) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior; y, además, porque sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual, por una parte, el fenómeno de la masa «desposeída» se produce simultáneamente en todos los pueblos (competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales, empíricamente universales, en vez de individuos locales. Sin esto, 1) el comunismo sólo llegaría a existir como fenómeno local, 2) las mismas potencias de relación no podrían desarrollarse como potencias universales y, por tanto, insoportables, sino que seguirían siendo simples «circunstancias» supersticiosas de puertas adentro, y 3) toda ampliación de la relación acabaría con el comunismo local. El comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción «coincidente» o simultánea de los pueblos dominantes, lo que presupone el desarrollo universal de las fuerzas productivas y el intercambio universal que lleva aparejado.

(...). Por tanto, el proletariado sólo puede existir en un plano histórico-mundial, lo mismo que el comunismo, su acción, sólo puede llegar a cobrar realidad como existencia histórico-universal. Existencia histórico-universal de los individuos, es decir, existencia de los individuos directamente vinculada a la historia universal.

Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente.”

Es decir: el comunismo sólo puede existir como movimiento universal (mundial) de negación del estado de las cosas, de la mano del proletariado moderno, en forma de acción coincidente en todas las potencias dominantes, y con un alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas que permita socializar la riqueza y no la escasez.

¿Qué relación existió entre estas hipótesis y la revolución cubana? Prácticamente ninguna.

En primer lugar, no se puede hablar de socialismo ni de comunismo hasta tanto no haya sido derribado el capitalismo en las principales potencias mundiales, porque sino, ellas seguirían ejerciendo una hegemonía económica y militar en el mundo, que ahogaría las revoluciones o las obligaría a implementar un ritmo de autoexplotación para poder sobrevivir, como de hecho ocurrió en todas las revoluciones autoproclamadas “socialistas” que triunfaron hasta el momento. El fantasma de la invasión militar, la dependencia de su producción industrial, etc. lleva a los países en los que haya triunfado la revolución a mantener vigente la ley del valor capitalista y a organizar de forma militarista la producción y la vida social en general, es decir, en última instancia, a liquidar toda posibilidad de verdadero socialismo/comunismo.

Las revoluciones que no derriben al capitalismo en las potenciales centrales, en el mejor de los casos pueden ser consideradas revoluciones de transición, de cara a la expansión de esta a todo el planeta.

Sin embargo, para que una revolución sea transicional, requiere que desde su mismo inicio implique una disolución de las relaciones sociales enajenadas, es decir, una apropiación consciente por parte de las masas de la producción y de la vida social en general. Requiere por lo tanto de organismos de autodeterminación de masas. Pero estos organismos no pueden existir de forma duradera, ni subvertir realmente las relaciones sociales, si no están constituidos por la única clase social que puede hacerlo y que tiene razones para ello: el proletariado urbano moderno, en especial aquel que se desempeña en el área de la producción material, y que por lo tanto constituye la base social de la explotación capitalista, por lo cual se encuentra en la mayor contradicción con la burguesía, y tiene en sus manos el poder paralizar la producción y tomarla bajo control autogestivo, disolviendo de esa manera desde la base el proceso de apropiación de plusvalía revolucionando con ello las relaciones sociales de producción en su totalidad.

La revolución cubana, por lo tanto, no fue ni siquiera una revolución de transición, ya que no existía en Cuba un proletariado urbano lo suficientemente extenso como para tomar en sus manos la tarea de expropiar a la burguesía por sí mismo, es decir, sin falsas representaciones burocráticas.

El campesinado, por más que pueda en ciertas condiciones crear sus órganos de autodeterminación (como los soviets de campesinos en Rusia, o las colectividades agrarias de la Guerra Civil Española), no suele hacerlo sino es en paralelo a un levantamiento insurreccional del proletariado urbano, ya que por sí mismo no cumple con las condiciones necesarias para tomar la iniciativa: gran concentración poblacional y laboral, agilidad en el transporte y las comunicaciones, dependencia de un reducido número de empresarios, homogeneidad en el modo de vida, etc., que permiten que las masas formen un bloque compacto con independencia política. En Cuba estos organismos no existieron: el proceso revolucionario fue iniciado y dirigido por el grupo guerrillero.

Por último, para que una revolución proletaria y autodeterminada pueda sobrevivir estableciendo un rumbo transicional, y no degenerar burocráticamente (como ocurrió en Rusia), se necesita que el país en el que se desarrolla exista cierto nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y cierta generalización de la condición asalariada, para que la revolución proletaria no sea aislada y enfrentada con los pequeños productores (rurales o urbanos) y para que no caiga en la escasez desmoralizando y causando divisiones en el seno del bando revolucionario. Es decir, aún si hubiera existido en Cuba una revolución proletaria (lo cual era imposible por las razones mencionadas), esta hubiera seguido probablemente el mismo camino que la revolución rusa.

En conclusión: es imposible realizar el socialismo mientras sigan en pie las potencias capitalistas. Es necesario derrotar a la burguesía imperialista en sus propios países en combinación con las revueltas periféricas, realizar la revolución en países donde la relación salarial esté generalizada y existan grandes ciudades (para evitar la reacción de la pequeño burguesía y crear grandes concentraciones de población que dinamicen los procesos), que haya fuerzas productivas desarrolladas para no socializar la escasez ni imponer ritmos de autoexplotación salvaje, y que existan grandes batallones proletarios concentrados, en especial en el área de la producción material.

Los consejos obreros, los soviets, son la expresión más acabada del rol revolucionario que puede desempeñar la clase obrera, que es producto de sus condiciones de existencia en tanto tal: es al mismo tiempo la fuente de toda riqueza material y la clase despojada de todo control sobre su propia vida y sobre el producto de su trabajo. Todas las otras clases explotadas y oprimidas pueden cumplir un rol revolucionario, pero siempre que marchen al lado del proletariado organizado desde las bases. No es posible la transición al socialismo sin consejos obreros, y al mismo tiempo, la clase obrera no puede existir positivamente (es decir, como sujeto político) si no es siendo dueña de su propio movimiento de emancipación, ya que allí donde se subordina políticamente a otras clases, aparatos o caudillos, lo único que puede conseguir es perpetuar de una u otra forma su situación de miseria. Es por estas razones que Marx eligió, como lema de la gloriosa Primera Internacional, la siguiente frase: la liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos.

viernes, septiembre 14, 2007

Sobre la subjetividad de los explotados (segunda parte)

10) En el seno de la Primera Internacional, de 1864, se debatían dos posturas: la de los socialistas y la de los anarquistas. Estos últimos luego serían expulsados bajo la acusación de llevar adelante prácticas disruptivas.

La postura socialista sostenía la necesidad de dar la lucha política para conquistar el poder, y para ello defendía la participación en los parlamentos burgueses y la centralización fuerte de la Internacional. La postura anarquista, en cambio, rechazaba la lucha política y se centraba en el terreno económico, apostando a la auto-organización de los trabajadores y campesinos, a la agitación anti-electoral y al federalismo en la Internacional, con el objetivo de que, una vez acumulada la fuerza necesaria, una huelga general revolucionaria derribara al Estado y la propiedad privada y diera lugar inmediatamente a la “libre asociación de libres productores”. Por otro lado, los anarquistas sostenían también la necesidad de una organización específicamente anarquista que actuase en el seno de la Internacional, mientras que los socialistas consideraban que su creación era una maniobra divisionista.

Las dos posturas tenían muy buenos argumentos a su favor, que todavía hoy vuelven a presentarse una y otra vez en los debates que atraviesan al movimiento social. Sin embargo, en vez de enriquecerse mutuamente y buscar una síntesis superadora, estas posturas tendieron a excluirse una a otra y a alimentar prejuicios y resentimientos, que también, lamentablemente, todavía el día de hoy subsisten, para provecho de la dominación burguesa.

Más allá de la discusión táctica sobre si es conveniente o no la participación electoral, un mayor o menor grado de centralización, o centrarse en el plano económico o en el político (posturas que en realidad no se corresponden exclusivamente con la socialista y la anarquista, sino que inclusive se dan en el seno de cada una de ellas), es necesario reconocer, desde el punto de vista socialista, el enorme aporte que significan en el plano subjetivo las posturas anarquistas sobre la auto-organización. De la misma forma, desde el punto de vista anarquista es necesario reconocer el aporte más general y sistemático de la teoría de Marx y Engels sobre el movimiento de la historia, la lucha de clases, la economía, la lógica dialéctica y el método científico, etc.

De la misma forma, en el seno de la Segunda Internacional se volvieron a dar nuevamente debates similares, aunque esta vez entre tendencias que se reconocían como socialistas. Luxemburgo y Lenin sostenían la necesidad de la huelga general, de la insurrección y de la dictadura del proletariado, frente a las posturas reformistas. Pero mientras Lenin era partidario de la más absoluta centralización y disciplina, y otorgaba al Partido el rol de protagonista central de la revolución, Luxemburgo reeditaba las tesis sobre la auto-organización, y planteaba la importancia del impulso autoactivo de las masas. Tras la revolución rusa, criticaría al bolchevismo el rígido control que había establecido sobre todos los aspectos de la vida.

Cuando se formó la Internacional Comunista, muchos de estos debates (y otros nuevos) volvieron a darse. La tendencia leninista mantenía sus posturas tradicionales, mientras que por otro, la llamada izquierda comunista rechazaba la participación en el parlamento, las luchas de “liberación nacional”, la participación en los sindicatos y la subordinación al Partido. Proponía en cambio que todas las luchas proletarias se dieran desde asambleas de base federadas en Consejos Obreros, que serían también los órganos de una dictadura del proletariado realizada desde abajo, y que se guiarían por el más profundo internacionalismo. Esta postura en algunos grupos se denominaba también “consejista”, especialmente en Alemania y Holanda (izquierda germano-holandesa).

En la posguerra, algunas agrupaciones retomarían las posturas consejistas o de izquierda comunista, entre ellas “socialismo o barbarie” y la Internacional Situacionista, cuyas teorías sobre las condiciones modernas de dominación y resistencia son un enorme aporte que muy pocos han sabido adoptar.

Todas estas posturas fueron sepultadas en el sótano de la historia, y lamentablemente son prácticamente desconocidas inclusive para las propias minorías revolucionarias. Estudiarlas y difundirlas es parte de la tarea de reconstrucción subjetiva que es necesario desarrollar.

11) De entre las tendencias marxistas leninistas, la más rescatable en tanto tal es sin duda alguna el trotskismo, la única que no perdió la perspectiva de la revolución proletaria mundial, que mantuvo en alto las banderas de la democracia obrera, que denunció al estalinismo como contrarrevolucionario, que no confundió el engendro en que había devenido la URSS con el verdadero socialismo, como refleja muy bien en su Programa de Transición de la Cuarta Internacional (de 1938). Sin embargo, nunca pudo formular una crítica integral y radical a la cosmovisión estalinista en todos sus aspectos, sino sólo en algunos de ellos, particulares e inconexos. El hecho de que siguiera denominando “estado obrero degenerado” a uno que jamás (a excepción de unos pocos meses hasta la guerra civil) estuvo totalmente en manos del proletariado, y que además ya llevaba 15 años bajo la tiranía de Stalin (más de lo que había durado su “edad dorada” de menos de una década), deja bastante en claro las limitaciones que tenía para asumir plenamente el significado de esa capa burocrática, y cuyo origen hayan sido probablemente las mismas concepciones burocráticas que había heredado del leninismo, y que no le hicieron temblar el pulso a la hora de tener que reprimir al soviet antiburocrático de Kronstadt (al que unos años antes caracterizaba como “el orgullo rojo de la revolución”) y fusilar a sus miembros durante la guerra civil rusa.

Por otro lado, tras el asesinato de Trotsky en 1940, ninguno de sus seguidores fue capaz de actualizar ni un milímetro la teoría, llegando a sostener anacrónicamente tesis que claramente habían perdido toda su validez, tales como aquella que afirmaba que “la crisis de la humanidad es la crisis de la dirección política del proletariado”. Aquellos grupos trotskistas que quisieron revisar sus posturas, en la mayoría de los casos sólo consiguieron abandonar todo vestigio de posicionamiento revolucionario y girar hacia la socialdemocracia. En todos los casos, el aislamiento de la realidad los llevó a discusiones absurdas y a rupturas completamente innecesarias, fragmentándolos en cientos de grupúsculos, que en la casi totalidad de los casos permanecen desconocidos para la aplastante mayoría del proletariado. Al mismo tiempo, las pocas agrupaciones trotskistas medianas, con cierta inserción de masas, han desarrollado un vicio autorreferencial y una práctica burocrática que en muchos casos resulta más destructiva que constructiva. En general, la postura de que el único problema es la “crisis de dirección” impide desarrollar la necesaria teoría sobre la subjetividad de los explotados.

12) Por último, han surgido también otras corrientes revolucionarias. Una fuente de ellas es la comunidad científica social ligada a las universidades (sociólogos, antropólogos, politólogos, etc.). Si bien en algunos casos realizaron aportes muy importantes al análisis de la vida social, de las condiciones de explotación y de la subjetividad de los explotados, en general no se han esforzado mucho por salir del reducto universitario y discutir sus conclusiones con esas mismas clases a las que intentan estudiar. No está ausente, en muchos de esos casos, un elitismo intelectualista que también refleja la colonización ideológica, de la misma forma en que lo hacía el positivismo del siglo XIX. Algunos inclusive parecen olvidar el hecho de que la misma universidad que los forma y financia es una institución burguesa, y que por esa razón impone serias limitaciones.

Otras teorías renovadoras ya directamente liquidan toda posibilidad revolucionaria (como algunas variantes del posmodernismo), o bien combinan algunos aspectos rescatables de lucha de clases con llamamientos escapistas y una serie de prejuicios que rozan el macartismo (como en el caso del autonomismo), llegando al extremo de rechazar toda organización masiva y unificada (aun de forma federalista) temiendo que de esa manera se pierda “la participación y la igualdad” (como en el horizontalismo ortodoxo).

Finalmente, algunos grupos provenientes del marxismo asumen la tarea de desarrollar una teoría sobre la subjetividad, pero desde una postura semi-espontaneísta que, al quitarles la posibilidad de insertarse en el movimiento real de los explotados de forma militante (es decir, en sus luchas cotidianas ya existentes o generando nuevas), les niega también toda posibilidad de influir sobre la realidad. Este fue inclusive el caso de la Internacional Situacionista, cuyos únicos medios de acción eran la propaganda y el sabotaje, que si bien lograron dejar una huella importante en los acontecimientos de mayo francés del ’68, podrían haber desempeñado un rol muchísimo mayor de haber contado con militantes insertos en los principales centros de trabajo y estudio involucrados en el movimiento, abriendo perspectivas más que interesantes.

13) Desarrollar una teoría de la subjetividad de los explotados, desde una postura socialista, revolucionaria e internacionalista, que tenga como horizonte la concreción de una revolución proletaria mundial que instaure una república de asambleas populares y expropie a la burguesía para socializar la vida, que considere que la subversión debe ser un placer y una liberación o estar condenada a fortalecer el yugo de la vida alienada, y que busque tener una inserción militante en el movimiento real del proletariado y el pueblo en general, es una tarea inaplazable, y para la cual Alegre Subversión pretende aportar su granito de arena.