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lunes, noviembre 12, 2007

La conciencia de clase

Los trabajadores asalariados son mercancías vivientes. Ingresan al mundo del capital, despojándose de todo control sobre sí mismos, para ser exprimidos por éste. Allí no actúan como seres vivos en su sentido de libertad, sino que son usados en su sentido de poseedores de una aptitud mecánica-psicológica para el trabajo. Son el combustible vivo del capital, su fuente de energía.

En el trabajador asalariado, por lo tanto, coexisten dos aspectos. Su aspecto de ser viviente y libre, y su aspecto de ser enajenado. Esta coexistencia no puede más que ser contradictoria.

Esta contradicción, que existe en el seno de cada individuo explotado por el capital, lo lleva a poseer un instinto de rebelión. No puede simplemente ser indiferente frente al hecho de ser exprimido. Este instinto no necesariamente aflora abiertamente, pero generalmente se exterioriza como pequeños actos de negación, de insulto al patrón, de sabotaje o ausentismo.

En algunos casos, y especialmente en presencia de ciertas condiciones propicias y de ciertos catalizadores (por ejemplo, la agitación de militantes de cualquier tipo), este instinto de clase estalla en forma de conflicto gremial (en el sentido de reivindicación por mejorías en las condiciones o remuneración del trabajo, o por la defensa de los puestos de trabajo cuando el capital, en su muestra de mayor cinismo, decide prescindir de los servicios de su combustible).

El conflicto gremial produce efectos muy importantes en la conciencia del trabajador. En el, se delimitan dos bloques claramente separados: el patrón y sus defensores, por un lado, y los trabajadores y sus defensores, por el otro.

Los trabajadores adquieren en esos conflictos, especialmente si resultan prolongados, una vaga conciencia de que forman parte de una clase social que comparte las mismas condiciones. Es entonces donde los distintos sectores de trabajadores en lucha tienden a confluir y unificarse.

En esa unión, los trabajadores de los distintos sectores empiezan a reconocerse no ya principalmente como “trabajador de X empresa” o “trabajador de X profesión”, sino como trabajador a secas. Es aquí donde la vaga conciencia de clase pega un salto abrupto, especialmente si se da la coordinación de las luchas y la identificación, al mismo tiempo, de los distintos patrones como formando parte de una misma clase.

Esta conciencia de clase se va haciendo cada vez más clara mientras mayores y más diversos sean los sectores de trabajadores en lucha, mientras más unificadas estén sus luchas, mientras más prolongadas, duras y rabiosas sean. Todo este proceso de formación de conciencia a su vez es desigual: no se da homogéneamente en todos sus participantes, sino que cristaliza especialmente en sectores adelantados, en lo más activo y en los dirigentes de la lucha. La intervención de militantes y organizaciones clasistas, a través de la participación, el apoyo y la propaganda, acelera muchísimo ese proceso, y lo hace posible donde encontraba trabas.

A medida que los trabajadores van adquiriendo conciencia de clase y estrechando lazos entre sí, van desarrollando al mismo tiempo las organizaciones de clase, las agrupaciones, cuerpos de delegados, sindicatos y partidos. Simultáneamente, se vuelven más receptivos e inclusive buscan activamente una teoría política que los ponga como centro de la escena y que los reconozca como tales.

Fue en ese contexto que, en 1864, se formó la Primera Internacional de los Trabajadores, reuniendo a todos los trabajadores con conciencia de clase del mundo. Progresivamente, fueron consolidándose también grandes sindicatos y partidos obreros.

La conciencia de clase lleva en sí el instinto revolucionario, es decir, el presentimiento de la necesidad de un cambio abrupto y radical en la sociedad. Pero no necesariamente ese instinto deba aflorar tampoco. De hecho, a medida que los sindicatos y partidos obreros se vuelven cada vez más grandes y poderosos, ganando poder de negociación frente a las patronales y los gobiernos y manejando cajas con mucho dinero, un sector de sus dirigentes se va sintiendo cada vez más cómodo, debido a que gracias a sus rentas (y/o a los sobornos de los patrones-gobierno para que entreguen las luchas) pueden vivir con cierto confort. Entonces, y especialmente si los trabajadores ven sus condiciones de vida mejoradas, se va desarrollando en el seno de los sindicatos y los partidos una tendencia a la conciliación de clases, es decir, a la resolución de los conflictos “por acuerdo entre las partes” (rebajando los reclamos a lo mínimo posible), y aceptando y deseando la mediación del Estado burgués para ello.

Esto fue lo que ocurrió con la socialdemocracia, y por ello la Segunda Internacional terminó contribuyendo a paralizar la lucha de clases y a enfrentar a los trabajadores entre sí, en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, existe también casi siempre un gran sector de los trabajadores, e inclusive de sus grandes sindicatos y partidos, que no se deja integrar, y persiste en la lucha. Este fue el caso de los sindicatos anarquistas, un sector del sindicalismo revolucionario, y luego los consejos obreros y la tendencia comunista bolchevique.

La represión de la burguesía, lógicamente, se desata siempre sobre los sectores más radicales del movimiento obrero, dándole mayor cantidad de concesiones (y hasta reconocimiento legal e institucional) a los conciliadores, para que estos se ganen las simpatías de las bases. De esta forma (que a veces llega a su extremo con la intervención gubernamental civil o militar de los sindicatos), la burguesía logró ir desactivando los bastiones organizativos de la confrontación de clases. La capa social de conciliadores, conocida universalmente como burocracia sindical, fue progresivamente capturándolas, y de esta forma, consiguiendo desarticular las luchas antipatronales antes de que produzcan una conciencia de clase.

La burocracia sindical, en este sentido, es un órgano más de la dominación del capital por sobre los trabajadores, una extensión más de la estructura de jefes y supervisores, encargada de combatir desde adentro, y antes de su nacimiento (evitándolo), a la actividad clasista conciente de la clase obrera.

A partir de la década de 1930, y debido al pánico que le había producido a la burguesía mundial la Revolución Rusa de 1917 y la oleada de luchas que desató, los gobiernos burgueses comenzaron a plantearse seriamente la necesidad de afianzar a las burocracias sindicales e integrar y subordinar a los sindicatos al Estado. En algunos lugares esto lo realizó la socialdemocracia, en otros, el estalinismo, en otros el nacionalismo y el fascismo, o simplemente el sindicalismo apolítico. Este proceso se generalizó luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, y en especial con el establecimiento de la convivencia pacífica entre el estalinismo y la burguesía.

Desde ese momento, los sindicatos han tendido a estar en todo el mundo y en su enorme mayoría, en manos de la burocracia conciliadora. Esto provocó que cambiara fuertemente el carácter de las luchas: desde la década de 1950, estas tienden a tener una fuerte impronta antiburocrática, y a desarrollarse a partir de organizaciones diferentes de los tradicionales sindicatos (asambleas de base, comités de huelga, comisiones internas, etc.). Este es el caso de los así llamados conflictos salvajes, especialmente por lo rabiosidad que llegaron adquirir en la década de 1960 y 1970.

En esos casos, la conciencia de clase de tendió a dar lugar a una conciencia revolucionaria aún confusa, y que no logró coincidir con una dirección política convencida que le propusiera una perspectiva superadora.

Simultáneamente a la integración de los sindicatos, se terminó de dar el vaciamiento de los (ex) partidos obreros, excepto en los lugares donde la clase trabajadora seguía teniendo expectativas en líderes nacionalistas. En el primer caso, la clase obrera tendió a volverse apolítica, en el segundo conservó su identidad integrada, hasta que el vaciamiento finalmente se terminó de producir con las dictaduras de la década de 1970 y el comienzo de la ofensiva neoliberal.

Esta ofensiva barrió también con los bastiones de lucha obrera salvaje y con las formas mixtas contradictorias (es decir, los sectores de clase trabajadora integrada a movimientos políticos dirigidos desde el Estado burgués, que sin embargo actuaban en la práctica de la misma forma que los sectores salvajes, pero con una forma de conciencia mucho más atrasada). La década de 1980 presentó una cantidad de conflictos salvajes muchísimo menor, y aún menos la década de 1990, caracterizada por durísimas derrotas. Sin embargo, en lo que va de la década del 2000, los conflictos obreros salvajes se vienen reactivando, y van reconquistando muy lentamente el terreno perdido. Por ahora es una ínfima minoría de los trabajadores la que posee conciencia de clase, y todavía menor la que posee una conciencia revolucionaria, pero las posibilidades de generalizarse en un futuro no tan lejano no están cerradas.

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Precisamente porque la clase obrera considerada por sí misma como tal es la clase del apoyo mutuo y la solidaridad (porque así lo requiere el triunfo de sus luchas), y porque no tiene interés económico en el mantenimiento del régimen de explotación (sino, por el contrario, un interés existencial en derribarlo), es que es la clase que puede desarrollar un mayor sentido humanitario, y por lo tanto, asumir en sus manos la solución de todos los problemas de la especie humana.