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sábado, noviembre 24, 2007

Anarquismo y comunismo frente a las revoluciones

Anarquistas y comunistas compartieron su primer tramo de desempeño histórico en el seno de la Primera Internacional, de 1864.

El alzamiento en 1871 de la Comuna de Paris, de idéntica forma, significó un hecho de profundo impacto para ambas tendencias. Era la primera experiencia concreta, real, de intento de emancipación de los trabajadores por los trabajadores mismos.

Tanto anarquistas como comunistas elevan a la Comuna al panteón de la gloria.

Sin embargo, la Comuna fue derrotada. Y en el balance de esa derrota es donde se expresan las divergencias estratégicas entre el comunismo y el anarquismo.

Un año más tarde, los anarquistas serían expulsados de la Primera Internacional, que sería disuelta en muy poco tiempo.

A partir de allí, los caminos divergieron. Una infinidad de sucesos revolucionarios llevó a que cristalicen claramente dos modelos contrapuestos.

Por un lado, el identificado con la Revolución Rusa de octubre de 1917, que siguió el modelo comunista.

Por otro lado, el identificado con la Revolución Española de junio de 1936, que incluyó elementos anarquistas.

Una comparación entre la experiencia de la Comuna de Paris y la de los otros dos modelos, arroja bastante luz sobre la forma en que el comunismo y el anarquismo encaran los problemas que la lucha de clases presenta.

La Comuna de Paris se levantó solamente en esa ciudad. La Revolución Rusa, con eje en Petrogrado y en Moscú, se expandió a todo el país. La Revolución Española quedó circunspecta especialmente a la zona de Cataluña, aunque con pequeños focos en el resto del país.

Todos esos sucesos fueron dirigidos por el proletariado urbano, con mayor o menor protagonismo del campesinado. En la Comuna de Paris, la tendencia más fuerte era el blanquismo, mientras que en Rusia lo eran los comunistas bolcheviques y en España, el anarcosindicalismo. De todas ellas, la única centralizada en un Partido Político fuerte y claramente organizado era el bolchevismo.

En la Comuna de Paris, así como en España, el régimen político nacional no fue disuelto por la Revolución, sino que logró sobrevivir y organizar la contrarrevolución (con los ejércitos versalleses de Thiers en el primer caso, y con el ejército republicano dirigido por los estalinistas en el segundo). En Rusia, en cambio, el gobierno provisional de Kerensky fue disuelto, sumiendo a las fuerzas contrarrevolucionarias en la desorganización y desmoralización.

Tanto la Comuna de Paris como la Revolución Española fueron aplastadas por los primeros embates de la contrarrevolución burguesa. La Revolución Rusa, en cambio, logró resistirlos, abriendo paso a un período de guerra revolucionaria.

El Estado obrero ruso se organizó, en Octubre de 1917, como una gran Comuna, basada en el poder democrático de los consejos obreros, campesinos y soldados. Se diferenciaba de la Comuna de Paris, en un principio, solo en su extensión nacional, su mayor grado de organización y las medidas represivas tomadas contra la burguesía, además de la ausencia de organismos de representación general (los soviets estaban basados en sectores sociales particulares, aquellos que más impulsaban la Revolución). Todas estas diferencias fueron justamente las que permitieron que sobreviva a los intentos de restauración. Y estas diferencias, a su vez, fueron posibilitadas por la presencia dirigente de un Partido Revolucionario centralizado, fuertemente desarrollado en todo el país, que le otorgó a la Revolución en todos sus momentos una orientación política clara y una dirección militar inquebrantable.

La Revolución Rusa, por lo tanto, llegó mucho más lejos que la Comuna de Paris y que la Revolución Española, en todos sus aspectos. Y es por eso que, a diferencia de las anteriores, tuvo que atravesar una infinidad de problemas que se derivaban del hecho de tener que conducir la vida social de toda una nación y preservar el régimen conquistado.

Estos problemas prácticos se agravaron profundamente por la situación de aislamiento internacional de la Revolución, por el hecho de haber ocurrido en el marco de una guerra mundial devastadora, en un país periférico, muy atrasado, de mayoría campesina, con un clima extremadamente riguroso.

Las dificultades que planteaba la guerra revolucionaria llevaron a que el Estado obrero (y por lo tanto la dictadura del proletariado como régimen político) quedara prácticamente reducido (y en cierta forma fusionado) al Partido bolchevique y su dominio sobre todos los aspectos de la vida. Esto debe verse claramente como un problema, que sentó las bases para su deformación burocrática. Sin embargo, era muy difícil de evitar en esas condiciones, y no se puede responsabilizar por ello a sus dirigentes ni a la tendencia comunista, sin cuyas propuestas ni siquiera se habría llegado a superar la sociedad capitalista en su forma tradicional.

La necesidad de ganar la guerra contra los ejércitos imperialistas invasores y los de la burguesía y los campesinos ricos locales, primero, y de reconstruir la economía (esta vez sobre bases socialistas, o de transición al socialismo en el marco del aislamiento) en segundo lugar, llevaron a la necesidad de establecer mecanismos de severo control sobre el trabajo y de integrar al aparato estatal a especialistas burgueses, que combinadas a las medidas de excepción política, configuraron hacia 1922-1923 una estructura estatal a la que el mismo Lenin consideraba deformada burocráticamente. Simultáneamente se producía la sangría de los mejores cuadros revolucionarios proletarios en los frentes de batalla, la desmoralización de las grandes masas por el hambre, el frío, la guerra y el aislamiento, y el enriquecimiento de un sector de campesinos (gracias a las medidas liberalizadoras que fue preciso tomar para evitar una nueva guerra civil) y de oficiales del ejército (por la corrupción que hacía posible el reflujo de la democracia obrera).

Todos esos factores prácticos, concretos, hubieran llevado, sin una centralización férrea, al desmembramiento de la Revolución y a su aplastamiento. Las medidas tomadas lograron dos grandes objetivos: sobrevivir a la reacción burguesa y evitar una guerra fratricida provocada por la miseria.

Sin embargo, la enorme presión de la situación llevó a la destrucción de la Revolución, no desde afuera, sino desde adentro, por parte de todos esos elementos deformados que surgieron como consecuencia de ella. El ascenso de la camarilla de Stalin al poder del Partido Comunista y por lo tanto del Estado obrero vaciado, abrió el período de contrarrevolución que terminaría por liquidar grandes conquistas sociales, provocar matanzas, sabotear los procesos revolucionarios en todo el mundo y finalmente sentar las bases para la restauración capitalista.

Sin embargo, aún con sus consecuencias negativas posteriores, la Revolución Rusa marcó a fuego la historia del siglo XX, y ni siquiera el más incondicional defensor de la burguesía puede negar su importancia. La Revolución Rusa demostró la superioridad del modelo comunista frente al idealismo anarquista, que con su manía de “descentralizar” y negarse a tomar medidas represivas (sumado a su sectarismo finalista), condenó a la esterilidad a todos los procesos revolucionarios que condujo, incluida la Revolución Española.

Por esta razón, porque el modelo comunista, y en particular su expresión bolchevique, pudo y puede responder a los problemas concretos que plantea la lucha de clases, mientras que el anarquismo no, es que el primero subiste todavía y cumple un rol protagónico en el proceso de recompocisión proletaria, mientras que el último ha sido borrado de la historia por los grandes acontecimientos.

lunes, noviembre 12, 2007

La conciencia de clase

Los trabajadores asalariados son mercancías vivientes. Ingresan al mundo del capital, despojándose de todo control sobre sí mismos, para ser exprimidos por éste. Allí no actúan como seres vivos en su sentido de libertad, sino que son usados en su sentido de poseedores de una aptitud mecánica-psicológica para el trabajo. Son el combustible vivo del capital, su fuente de energía.

En el trabajador asalariado, por lo tanto, coexisten dos aspectos. Su aspecto de ser viviente y libre, y su aspecto de ser enajenado. Esta coexistencia no puede más que ser contradictoria.

Esta contradicción, que existe en el seno de cada individuo explotado por el capital, lo lleva a poseer un instinto de rebelión. No puede simplemente ser indiferente frente al hecho de ser exprimido. Este instinto no necesariamente aflora abiertamente, pero generalmente se exterioriza como pequeños actos de negación, de insulto al patrón, de sabotaje o ausentismo.

En algunos casos, y especialmente en presencia de ciertas condiciones propicias y de ciertos catalizadores (por ejemplo, la agitación de militantes de cualquier tipo), este instinto de clase estalla en forma de conflicto gremial (en el sentido de reivindicación por mejorías en las condiciones o remuneración del trabajo, o por la defensa de los puestos de trabajo cuando el capital, en su muestra de mayor cinismo, decide prescindir de los servicios de su combustible).

El conflicto gremial produce efectos muy importantes en la conciencia del trabajador. En el, se delimitan dos bloques claramente separados: el patrón y sus defensores, por un lado, y los trabajadores y sus defensores, por el otro.

Los trabajadores adquieren en esos conflictos, especialmente si resultan prolongados, una vaga conciencia de que forman parte de una clase social que comparte las mismas condiciones. Es entonces donde los distintos sectores de trabajadores en lucha tienden a confluir y unificarse.

En esa unión, los trabajadores de los distintos sectores empiezan a reconocerse no ya principalmente como “trabajador de X empresa” o “trabajador de X profesión”, sino como trabajador a secas. Es aquí donde la vaga conciencia de clase pega un salto abrupto, especialmente si se da la coordinación de las luchas y la identificación, al mismo tiempo, de los distintos patrones como formando parte de una misma clase.

Esta conciencia de clase se va haciendo cada vez más clara mientras mayores y más diversos sean los sectores de trabajadores en lucha, mientras más unificadas estén sus luchas, mientras más prolongadas, duras y rabiosas sean. Todo este proceso de formación de conciencia a su vez es desigual: no se da homogéneamente en todos sus participantes, sino que cristaliza especialmente en sectores adelantados, en lo más activo y en los dirigentes de la lucha. La intervención de militantes y organizaciones clasistas, a través de la participación, el apoyo y la propaganda, acelera muchísimo ese proceso, y lo hace posible donde encontraba trabas.

A medida que los trabajadores van adquiriendo conciencia de clase y estrechando lazos entre sí, van desarrollando al mismo tiempo las organizaciones de clase, las agrupaciones, cuerpos de delegados, sindicatos y partidos. Simultáneamente, se vuelven más receptivos e inclusive buscan activamente una teoría política que los ponga como centro de la escena y que los reconozca como tales.

Fue en ese contexto que, en 1864, se formó la Primera Internacional de los Trabajadores, reuniendo a todos los trabajadores con conciencia de clase del mundo. Progresivamente, fueron consolidándose también grandes sindicatos y partidos obreros.

La conciencia de clase lleva en sí el instinto revolucionario, es decir, el presentimiento de la necesidad de un cambio abrupto y radical en la sociedad. Pero no necesariamente ese instinto deba aflorar tampoco. De hecho, a medida que los sindicatos y partidos obreros se vuelven cada vez más grandes y poderosos, ganando poder de negociación frente a las patronales y los gobiernos y manejando cajas con mucho dinero, un sector de sus dirigentes se va sintiendo cada vez más cómodo, debido a que gracias a sus rentas (y/o a los sobornos de los patrones-gobierno para que entreguen las luchas) pueden vivir con cierto confort. Entonces, y especialmente si los trabajadores ven sus condiciones de vida mejoradas, se va desarrollando en el seno de los sindicatos y los partidos una tendencia a la conciliación de clases, es decir, a la resolución de los conflictos “por acuerdo entre las partes” (rebajando los reclamos a lo mínimo posible), y aceptando y deseando la mediación del Estado burgués para ello.

Esto fue lo que ocurrió con la socialdemocracia, y por ello la Segunda Internacional terminó contribuyendo a paralizar la lucha de clases y a enfrentar a los trabajadores entre sí, en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, existe también casi siempre un gran sector de los trabajadores, e inclusive de sus grandes sindicatos y partidos, que no se deja integrar, y persiste en la lucha. Este fue el caso de los sindicatos anarquistas, un sector del sindicalismo revolucionario, y luego los consejos obreros y la tendencia comunista bolchevique.

La represión de la burguesía, lógicamente, se desata siempre sobre los sectores más radicales del movimiento obrero, dándole mayor cantidad de concesiones (y hasta reconocimiento legal e institucional) a los conciliadores, para que estos se ganen las simpatías de las bases. De esta forma (que a veces llega a su extremo con la intervención gubernamental civil o militar de los sindicatos), la burguesía logró ir desactivando los bastiones organizativos de la confrontación de clases. La capa social de conciliadores, conocida universalmente como burocracia sindical, fue progresivamente capturándolas, y de esta forma, consiguiendo desarticular las luchas antipatronales antes de que produzcan una conciencia de clase.

La burocracia sindical, en este sentido, es un órgano más de la dominación del capital por sobre los trabajadores, una extensión más de la estructura de jefes y supervisores, encargada de combatir desde adentro, y antes de su nacimiento (evitándolo), a la actividad clasista conciente de la clase obrera.

A partir de la década de 1930, y debido al pánico que le había producido a la burguesía mundial la Revolución Rusa de 1917 y la oleada de luchas que desató, los gobiernos burgueses comenzaron a plantearse seriamente la necesidad de afianzar a las burocracias sindicales e integrar y subordinar a los sindicatos al Estado. En algunos lugares esto lo realizó la socialdemocracia, en otros, el estalinismo, en otros el nacionalismo y el fascismo, o simplemente el sindicalismo apolítico. Este proceso se generalizó luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, y en especial con el establecimiento de la convivencia pacífica entre el estalinismo y la burguesía.

Desde ese momento, los sindicatos han tendido a estar en todo el mundo y en su enorme mayoría, en manos de la burocracia conciliadora. Esto provocó que cambiara fuertemente el carácter de las luchas: desde la década de 1950, estas tienden a tener una fuerte impronta antiburocrática, y a desarrollarse a partir de organizaciones diferentes de los tradicionales sindicatos (asambleas de base, comités de huelga, comisiones internas, etc.). Este es el caso de los así llamados conflictos salvajes, especialmente por lo rabiosidad que llegaron adquirir en la década de 1960 y 1970.

En esos casos, la conciencia de clase de tendió a dar lugar a una conciencia revolucionaria aún confusa, y que no logró coincidir con una dirección política convencida que le propusiera una perspectiva superadora.

Simultáneamente a la integración de los sindicatos, se terminó de dar el vaciamiento de los (ex) partidos obreros, excepto en los lugares donde la clase trabajadora seguía teniendo expectativas en líderes nacionalistas. En el primer caso, la clase obrera tendió a volverse apolítica, en el segundo conservó su identidad integrada, hasta que el vaciamiento finalmente se terminó de producir con las dictaduras de la década de 1970 y el comienzo de la ofensiva neoliberal.

Esta ofensiva barrió también con los bastiones de lucha obrera salvaje y con las formas mixtas contradictorias (es decir, los sectores de clase trabajadora integrada a movimientos políticos dirigidos desde el Estado burgués, que sin embargo actuaban en la práctica de la misma forma que los sectores salvajes, pero con una forma de conciencia mucho más atrasada). La década de 1980 presentó una cantidad de conflictos salvajes muchísimo menor, y aún menos la década de 1990, caracterizada por durísimas derrotas. Sin embargo, en lo que va de la década del 2000, los conflictos obreros salvajes se vienen reactivando, y van reconquistando muy lentamente el terreno perdido. Por ahora es una ínfima minoría de los trabajadores la que posee conciencia de clase, y todavía menor la que posee una conciencia revolucionaria, pero las posibilidades de generalizarse en un futuro no tan lejano no están cerradas.

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Precisamente porque la clase obrera considerada por sí misma como tal es la clase del apoyo mutuo y la solidaridad (porque así lo requiere el triunfo de sus luchas), y porque no tiene interés económico en el mantenimiento del régimen de explotación (sino, por el contrario, un interés existencial en derribarlo), es que es la clase que puede desarrollar un mayor sentido humanitario, y por lo tanto, asumir en sus manos la solución de todos los problemas de la especie humana.

viernes, noviembre 09, 2007

90 años de la Revolución Rusa

A 90 años de la Revolución Rusa, el nuevo MAS realizó un balance de su significado, su impacto, su vigencia y las lecciones que se pueden sacar de ella.

(para ingresar, hacer click en la imagen, está en formato PDF)



De yapa, una imagen del glorioso Soviet de Petrogrado: