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jueves, junio 29, 2006

Sobre la toma del Nacional Buenos Aires

La grisitud en el Colegio Nacional de Buenos Aires no es sólo un aspecto arquitectónico. Todo en él parece respirar tedio, aburrimiento.

El autoritarismo no es una circunstancia, es el Colegio en sí mismo. La rigidez de las paredes, del modo de enseñanza, de las jerarquías... crean el ambiente normal en el que se desarrolla la vida estudiantil. Hay algo en él, o más bien su totalidad, que absorbe la energía, las ganas de vivir. La iniciativa, la alegría y los colores son condenados simultáneamente a muerte, y enterrados es una fosa común, la de la apatía y el automatismo.

Pero aún así, no ha logrado todavía aniquilar el espíritu del estudiante. La bronca se acumula, y en algunas ocasiones estalla. A veces en pequeños actos de rebeldía individual, a veces de manera generalizada y multitudinaria.

El día 28 de junio de 2006 se dio una de estas revueltas. El detonante fue la desmesurada sanción de un compañero. La reacción estudiantil escaló hasta derivar en la ocupación del establecimiento.

Las tomas de colegio estaban prohibidas por la autoridad. Esto es totalmente coherente, ya que no entra en la lógica del represor permitir que se lo desafíe.

Nada más gratificante, por lo tanto, que hacer pedazos la prohibición, gritándole bien fuerte que no acatamos su legalidad, que nos negamos a ser máquinas de obedecer.

Lamentablemente, los ocupantes del colegio no se plantearon llevar hasta el final su acción insurreccional, lo que hubiera implicado expandir y profundizar la revuelta, declarándole la guerra a la autoridad. Sin embargo, fueron más allá en otros aspectos: convirtieron lo que era una simple toma reivindicativa en una apropiación del espacio que siempre les fue negado, usándolo libremente para divertirse.

Se realizaron partidos de fútbol, de truco, se tocó música, se dibujó y se pintó, se transformó el claustro central (horas antes estandarte del aburrimiento crónico) en una verdadera fiesta.

Estos actos, aparentemente pequeños, son en realidad importantísimos. Tal vez nadie se percate de lo que significa hacer lo que uno quiere, en el mismo lugar donde siempre se hace lo que la autoridad quiere. Pero es en sí mucho más valioso que cualquier tediosa actividad de reclamación.

El sistema nos niega la posibilidad de ser y hacer lo que nos gusta. La recreación es una mercancía más, accesible sólo para el que la puede pagar, además de ser, como toda mercancía, vacía, superficial, engañosa, incapaz de satisfacer nuestros deseos.

La más auténtica fiesta es entonces la fiesta insurreccional, la que se hace a pesar y en contra del estado de las cosas, la que se hace apropiándose de lo que nos prohiben los que mandan.

La toma del Nacional Buenos Aires nos da un buen ejemplo de esto. La ocupación de los espacios en los que transcurre nuestra vida cotidiana y su uso libre, aniquilando la rutina y el aburrimiento estructural, es una de las mejores formas de combatir la enajenación que produce y sostiene al sistema.

¡Por la apropiación de nuestras vidas!
¡Por la fiesta insurreccional y la insurrección festiva!
¡Por la autogestión generalizada!