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viernes, julio 14, 2006

La tiranía de la Normalidad

Estamos acostumbrados a vivir en un mundo enajenante, en todos los sentidos.

El mercado enajena a la mayoría de la sociedad el producto de su trabajo colectivo, en beneficio de las clases sociales minoritarias.

El estado enajena a toda la sociedad el poder de decidir sobre sus propios asuntos.

La propiedad privada enajena los medios materiales e intelectuales con los cuales todos los seres humanos podrían desarrollarse plenamente, vivir intensamente, crear libremente.

El maltrato, la arbitrariedad y la prepotencia son cotidianos y estructurales, porque la esencia de las jerarquías es incompatible con los sentimientos más humanos.

Los medios de comunicación y la propaganda comercial, monstruosamente desarrollados e invasivos, se combinan para formar una seudo-realidad que reemplaza en la mentalidad colectiva a la verdadera realidad.

Se enajena de esta manera la capacidad de relacionarse directamente con el mundo y de construir una visión propia sobre él, a la vez que se mantiene una constante presión psicológica para que las personas compren, voten, consuman, contraten, observen…

Se construyen también desde esa seudo-realidad los modelos que todos deberíamos admirar y aspirar a imitar, enajenando la posibilidad de pensar y decidir por nosotros mismos qué es lo que deseamos.

En definitiva, la totalidad de las relaciones que conforman la sociedad están enajenadas por ese monstruo abstracto que llamamos el Sistema.

Su gran victoria consiste en haber logrado establecer ese conjunto de relaciones como naturales, normales, y por lo tanto, prácticamente indiscutibles.

En eso consiste la Normalidad: la aceptación pasiva de todas las enajenaciones por parte de sus víctimas y el funcionamiento fluido del Sistema sin grandes estorbos, como los hubo, en cambio, durante todo el siglo XIX y la mayor parte del XX.

Con etapas de mayor o menor actividad, siempre hubo a lo largo de ese período sectores multitudinarios del proletariado, del campesinado, de la juventud y del pueblo en general que se revolvieron contra todas las formas de enajenación.

La Normalidad instaló definitivamente su trono sobre el cadáver de los movimientos revolucionarios, a fines de los años setenta, y lo consolidó en las dos décadas que los siguieron. Sin embargo, ni la Normalidad es invencible ni el Sistema es inmortal. Todos los tipos de sociedad conocidos hasta el momento tuvieron su comienzo y su fin, y este no puede ser la excepción.

Somos nosotros, al fin y al cabo, los que hacemos funcionar las cosas, mediante la aceptación de los roles que nos imponen, mediante nuestro trabajo, nuestra sumisión, etc. Somos el combustible que hace girar al mundo, y si queremos, podemos pararlo. Y mejor aún: podemos apropiarnos de él y usarlo para lo que más nos guste. Podemos recuperar nuestras propias vidas, sacudirlas de años de muerte cotidiana y vivirlas de manera libre e intensa.

La autogestión generalizada, en todos los aspectos de nuestra existencia diaria, puede poner fin a todas las formas de enajenación.

El autogobierno colectivo, mediante las organizaciones asamblearias de la multitud, puede reemplazar a toda forma de autoridad y quebrar todas las jerarquías. La socialización de la economía puede acabar de forma instantánea con la pobreza, la desocupación, la explotación y la escasez, al mismo tiempo que elimina todos los privilegios. El traspaso de todos los medios materiales e intelectuales de desarrollo social y personal a las organizaciones asamblearias en cada barrio, en cada comunidad, en cada pueblo, puede permitir la realización plena de los deseos colectivos e individuales.

En definitiva, es posible apropiarnos de todo aquello que siempre nos fue negado. La probabilidad de que esto ocurra depende de todos nosotros.

(Continuará…)