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sábado, julio 29, 2006

La pobreza... mejor amiga del poder

La pobreza, el gran “problema social” del que los medios de comunicación vienen hablando hace no menos de 200 años. No hay político que no haya aparentado una profunda preocupación por “el hambre, las enfermedades, la miseria, la desocupación...”.

La Iglesia católica, ya lleva dos milenios “ayudando al pobre, al humilde, al extranjero”. Una tras otra se suceden las misiones de caridad... las limosnas... las colectas de beneficencia...

Los diarios, los noticieros, el presidente, los economistas, los diputados, los sindicatos oficiales, todos parecieran estar “haciendo todo lo posible” para acabar con el problema de la pobreza.

¿No es un poco raro, que año tras año, década tras década, sigan existiendo las mismas villas miseria de siempre, que haya tantos linyeras como siempre, que los cartoneros sigan siendo parte del folklore de la ciudad? Y ni hablar del conurbano, o de los pueblos del interior...

Pero analicemos el problema de la pobreza. Se debe principalmente a dos factores:

El primero de ellos, la desocupación crónica. Hay muchos menos puestos de trabajo que personas en condiciones de trabajar, y los pocos que hay requieren de un grado de instrucción que la mayoría de los pobres no poseen (estudios secundarios, universitarios, etc.).

El desocupado, si no recibe ayuda del estado, está irremediablemente condenado a la pobreza: para sobrevivir deberá depender de las monedas que le tiren en el tren o de que consiga alguna changa, salir a juntar cartones, robar, o simplemente dejarse morir de hambre. Es crónico porque es muy difícil que salga de su situación. Hay como mínimo una décima parte de la población que vive en estas condiciones y no tiene ninguna perspectiva de mejora.

El segundo factor, los bajísimos salarios. En muchos empleos se paga mucho menos de lo que una persona necesita para vivir, peor aún si tiene que mantener una familia. Es bastante habitual que los patrones de esos trabajadores ultraexplotados se llenen de plata.

Por lo tanto, para solucionar el problema de la pobreza de raíz, hacen falta dos cosas: lograr el pleno empleo y garantizar que se paguen salarios medianamente dignos.

La primera se podría conseguir mediante varias políticas: la realización de obra pública, el acatamiento estricto de la jornada laboral de ocho horas y aún su reducción a seis horas (abriendo nuevos turnos de trabajo donde fuera necesario), el apoyo estatal (financiero, técnico, legal, etc.) a las cooperativas de trabajo (en especial a aquellas que se hayan formado tras el quiebre de las empresas donde trabajaban, estilo Zanón, Brukman y las 200 “empresas recuperadas”), el estímulo de la industria nacional (mediante una suba a los aranceles de importación, realización de infraestructura, baja de las tasas de interés, etc.), entre otras. Aún si no se consiguiera este objetivo, se podría aliviar la situación mediante el pago de seguros de desempleo o planes sociales (“jefes y jefas de hogar”, etc.) a todos los que lo necesiten.

Los salarios, al mismo tiempo, aumentarían cuando baje el desempleo, ya que los patrones no podrían aprovecharse de la situación de extrema vulnerabilidad que sufren los trabajadores (cuando atrás suyo hay millones de brazos esperando ansiosamente ese puesto de trabajo para poder sobrevivir). Al mismo tiempo, los empleados podrían sindicalizarse con menos temor al despido (no sería tan grave perder el trabajo si se puede conseguir otro, cosa que hoy en día es imposible). De esta manera podrían recurrir a la huelga, histórico método de lucha de los trabajadores, y obtener sustanciales mejoras salariales.

Pero aún si no se adoptara desde el Estado ninguna de estas políticas, podría como mínimo dignarse a repartir alimentos entre los pobres, ofrecerles salud y educación pública y gratuita, construir viviendas dignas, sanear los terrenos en que se asientan (hoy en día altamente contaminados, ej. el Riachuelo)...

Estas medidas, al menos las más básicas de ellas, pueden realizarse perfectamente con el dinero que hoy en día posee el Estado, y que atesora en nombre del Santo Superávit Fiscal.

Aún en el caso de que no alcanzara (totalmente improbable), se podrían juntar fondos de otras maneras: evitando la corrupción, suspendiendo el pago de los intereses de la deuda (tanto a los organismos de crédito como a los acreedores individuales, etc.), recortando los sueldos de los funcionarios y políticos, disminuyendo los gastos en represión, cobrando los impuestos que los ricos evaden, las deudas de los millonarios “insolventes”, aumentando el impuesto a la ganancia...

Pero cualquiera de estas cosas implicaría, lógicamente, solucionar el problema de la pobreza o al menos de la miseria. Y eso es lo que el poder quiere evitar a toda costa.

Se habla de “incompetencia de los gobernantes” “corrupción”, etc. Todo esto es cierto, pero no es el único ni el principal problema. Si así fuera, en el peor de los casos, podríamos afirmar que los políticos tienen “buenas intenciones” pero son totalmente incapaces. No es esto lo que sucede.

Los gobernantes no tienen buenas intenciones. No les interesa en lo más mínimo solucionar la pobreza, o mejor dicho, les interesa especialmente que no se solucione.

¿Porqué es esto? Por una razón muy simple: a la clase dominante (el empresariado, los partidos políticos, las mafias, las burocracias sindicales, etc.) les conviene que haya pobreza.

Si hay millones de desempleados, los empresarios se vuelven la autoridad indiscutida en el lugar de trabajo: pueden despedir, bajar salarios, maltratar, bajar costos –empeorando las condiciones de trabajo y aumentando el riesgo de accidentes, etc.- sin que nadie los cuestione, ya que todos están aterrorizados ante la posibilidad de quedar desocupados.

Si hay millones de pobres, los políticos pueden comprar votos fácilmente, ya que todos están desesperados por un pedazo de comida o un par de zapatillas.

Si hay jóvenes que ni trabajan ni estudian, los narcotraficantes pueden ganar fortunas vendiendo drogas.

Si los trabajadores, por lo dicho anteriormente, no tienen forma de enfrentar a los patrones por sí mismos, los burócratas sindicales pueden monopolizar la representación de los primeros asegurándose la continuidad de su existencia, por más corruptos, mafiosos y entreguistas que sean.

Si hay grandes villas miseria, las mafias de todo tipo encuentran refugio para sus operaciones, ya que están “liberadas” de la ley.

El pueblo se encuentra así desarmado, gastando todas sus fuerzas en sobrevivir, con lo cual las grandes potencias pueden saquear el territorio, los recursos y la mano de obra nacional sin resistencia.

La pobreza no es un accidente ni un error de nadie: es una omisión voluntaria, consciente, planificada, sádica y criminal de los hijos de puta que tienen el poder. Para acabar con ella, hay que derribar todo el edificio que sostiene este exterminio sistemático que se llama capitalismo, en su fase neoliberal globalizada: El Estado estructuralmente corrupto, los medios de comunicación cómplices, las grandes empresas, los partidos políticos, los sindicatos oficiales.

Sólo la lucha sin tregua de todo el pueblo explotado, unido y organizado desde abajo, puede derribar a sus enemigos y conquistar eso que siempre nos prometieron y jamás nos dieron: un mundo donde nadie tenga que revolver en la basura para poder sobrevivir.