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lunes, agosto 13, 2007

Una breve mirada sobre la Argentina de los setenta

Siguiendo firmemente con la línea de batalla ideológica que este blog se planteó, este artículo busca contribuir a la caída de ciertos mitos imperantes en el discurso público y en el punto de vista que lo sustenta (tanto en la dirigencia mediática-política-intelectual-sindical-etc. como en las personas comunes y corrientes que nos cruzamos todos los días), respecto a la década del setenta en la Argentina.

Para ello, necesariamente hay que intentar derribar también a otros mitos previos, que van formando los peldaños que llevan finalmente a los actuales y que serán también punto de partida para los futuros.

En primer lugar, para hablar de la Argentina de los setenta, es fundamental tratar de explicar qué es el fenómeno conocido como “peronismo”, especialmente teniendo en cuenta la siguiente afirmación “en los setenta, la clase obrera argentina era peronista”.

Si uno toma ese enunciado esquemáticamente partiendo de los supuestos ideológicos burgueses, no se explica cómo es posible que, una vez vuelto Perón al poder, los conflictos de clase continuaran y se intensificaran, ni mucho menos, por qué la burguesía solía manifestar tanta angustia con respecto a los “grupos subversivos” y “guerrilleros”, durante el gobierno de Perón y aun después de su muerte, cuando supuestamente la clase obrera ya estaba “inmunizada” contra la “doctrina comunista”.

El primero mito a desmontar en este caso es el de las “doctrinas”, “ideologías”, etc. La burguesía supone que los individuos actúan motivados por sistemas cerrados de ideas, que cada uno de esos sistemas es incompatible con los demás, y que no hay nada por fuera de la propaganda o del razonamiento al estilo cartesiano que permita cambiar un sistema cerrado de ideas por otro. Sin embargo, como “el hombre” tendría una “naturaleza”, y esa naturaleza sería la capitalista, entonces “el hombre” sería proclive a las ideologías/doctrinas capitalistas, elección que sería más fácil de tomar si la “educación” lograra erradicar la “ignorancia” de las personas y su “oposición al progreso”. Esta forma de ver las motivaciones individuales fue desarrollada por la burguesía cuando ya era fuerte en el terreno económico y comenzaba a fortalecer teóricamente lo que hasta el momento era una visión del mundo débil y desorganizada. Esta cosmovisión, que recibió el nombre de liberalismo, iluminismo, individualismo y más adelante positivismo, la ayudó a ganarse el apoyo de las multitudes y gracias a ello, a conquistar el poder político, desde el cual consiguió difundir y naturalizar estas teorías en la mentalidad de las masas.

El mito no solo demuestra el profundo desconocimiento que los seres humanos todavía tenemos sobre nosotros mismos, sino especialmente, la enorme ignorancia que posee la burguesía, y que debe alimentar constantemente para maquillar las grandes mentiras en las que se funda su existencia como clase dominante.

La burguesía, para mantener su dominación, debe desconocer voluntaria o involuntariamente la existencia de una contradicción entre los intereses de las clases sociales, y más aun, el hecho de que esa contradicción puede llevar a una confrontación y hasta a una guerra abierta y total.

Por esa razón, aquello que los revolucionarios describimos como una forma de conciencia asociada a la lucha de clases (el comunismo), la burguesía lo define como una “doctrina” o “ideología” en el sentido explicado anteriormente. Lo que para nosotros emana de una contradicción social insalvable, para la burguesía surgía desde Moscú y ahora lo hace desde los grupos nostálgicos. Para nosotros, la revolución rusa fue uno de los tantos productos de la lucha de clases, que también generan en algunos casos una forma de conciencia comunista. Mientras que para la burguesía, la revolución rusa fue el producto de la “propaganda” de la “doctrina comunista” y la mayor causa de su difusión en el mundo. Para nosotros, la degeneración burocrática de la URSS no es producto del triunfo del polo proletario de la revolución social, sino de su polo opuesto (la burocracia), cuya forma de conciencia más estable no es por lo tanto el comunismo sino el estalinismo convertido en “doctrina comunista” por su naturaleza contrarrevolucionaria. En eso, la burguesía y la burocracia concuerdan: la “doctrina comunista” es un invento de Stalin, pero lo que no quieren reconocer es que esa “doctrina” es totalmente opuesta a la forma de conciencia comunista asociada al polo proletario de la lucha de clases, porque de hecho, creen que la última no existe y que es una manifestación de la anterior.

Sin embargo, no todas las formas de conciencia asociadas al polo proletario de la lucha de clases son comunistas. La historia ha dado a conocer varias otras: el anarquismo, la socialdemocracia… e inclusive el mismo peronismo.

He aquí la gran paradoja, que la burguesía jamás podrá identificar: esa clase obrera peronista, no poseía la “doctrina peronista” más que superficialmente, mientras que sus acciones reales se veían motivadas por la lucha de clases y por la forma conciencia asociada a ella, que se desarrollaba subrepticiamente bajo esa ambigua etiqueta de “peronista”.

Por esta razón, no solo la burguesía sino inclusive el mismo general Perón, temía enormemente a esta clase obrera “peronista”, a tal punto que la encorsetaba en sindicatos verticalistas y controlados por el Estado, le “dejaba darse el gusto” con obras sociales para que no intentara buscarlas por su cuenta con la lucha autónoma, etc. Cuando ante el golpe burgués gorila del ’55, los obreros “peronistas” salieron a la calle pidiendo armas para resistir, el general Perón y la burocracia sindical se las negaron, porque sabían perfectamente que el proletariado en armas es el primer paso hacia la destrucción del Estado burgués y de la sociedad de clases en su totalidad.

Es en este contexto en el que debe entenderse la situación en la Argentina de los años setenta. El segundo gran eje para analizar es el de las organizaciones armadas o “guerrilleras”.

Para la burguesía, un “guerrillero izquierdista” es un “comunista” armado. Para los revolucionarios, un “guerrillero izquierdista” puede ser cualquier cosa, pero en todos los casos, es producto de una situación particular de la lucha de clases y está inmersa en ella, teniendo consecuencias.

De cualquier manera, en la Argentina de los setenta no había simples “guerrilleros izquierdistas”, sino, sobre todo, personas que militaban activamente en los ámbitos proletarios y estudiantiles, y que como forma adicional de esa militancia, tomaban las armas, asignándoles mayor o menor importancia estratégica según el caso.
Para la burguesía, los Montoneros eran un grupo de “comunistas” disfrazados de “peronistas” que planeaban imponer el terror en la Argentina mediante la lucha armada. Desde este mismo punto de vista, las organizaciones guevaristas serían lo mismo solo que sin disfraz. Para liberar a la “Nación” de este reino del terror, era necesario exterminar a la “amenaza subversiva” eliminando a los “terroristas” y a sus colaboradores de superficie, cosa que solo lograron en el ’76, cuando se produjo el “vacío de poder y la anarquía” que habrían dejado la muerte de Perón y el gobierno de Isabel.

Sin embargo, sobre esto último se pueden señalar muchísimas cosas. En primer lugar, que las tendencias montoneras y guevaristas que militaban dentro del proletariado y del campo popular, fueron siempre, aún durante el gobierno de Perón, una fuente de radicalización respecto a la situación política, ya que aportaban con esa militancia y con su forma de conciencia una inyección de vitalidad a la confrontación entre clases distorsionada por las ilusiones. Por esta razón, la eliminación de estos grupos era una tarea fundamental para el propio Perón, que creó a través de López Rega los grupos de choque reaccionarios conocidos como “Alianza Anticomunista Argentina”.

Pero, especialmente, que con la muerte de Perón, aquello que constituía el sustento principal de la adhesión proletaria a las estructuras del movimiento “justicialista” se desmoronó, dando lugar de esta forma, como pocas veces había ocurrido en medio siglo, a un accionar fuertemente autónomo, que lo enfrentó contra el propio gobierno pos-peronista de Isabel, en la huelga de masas de 1975 desencadenada contra las medidas económicas liberalizantes del gobierno (“rodrigazo”). Si bien el proletariado no consiguió con esto liberarse de la burocracia sindical peronista, si provocó dos consecuencias: por un lado, la caída del ministro de economía y de López Rega, por otro lado, el pánico de la burguesía, que comenzó a sentirse realmente amenazada.

La huelga general del ’75 abrió una situación sin precedentes. La lucha de clases había perdido sus principales obstáculos, y las organizaciones montoneras y guevaristas se volvieron entonces, POTENCIALMENTE (ya que no efectivamente), en una amenaza mucho mayor: eran los únicos núcleos sólidos e impecables dentro del proletariado, y que le ofrecían a este una orientación política prácticamente sin contrapesos. Y si bien esta línea era mucho más clara en el PRT-ERP guevarista, los Montoneros poseían una organización muchísimo mayor, y todavía estaba fresco en las personas el recuerdo de las movilizaciones en las que llegaron a nuclear a alrededor de un millón de personas y su enorme influencia sobre el proletariado y el movimiento popular en la agitación pro-camporista.

De esta forma, a la burguesía se le planteaba una cuestión de vida o muerte: debía exterminar a todos los elementos radicalizados del movimiento proletario y popular, y especialmente a sus núcleos organizados.

Por esta razón, la dictadura del ’76 no fue contra “los terroristas” que practicaban la lucha armada: una enorme cantidad de detenidos-desaparecidos no había participado en ella. Pero aun los que lo hicieron, no fueron asesinados por las supuestas “bombas contra inocentes”, como pretenden los dinosaurios que (a diferencia de otros que quieren pero no se atreven) siguen reivindicando el golpe de Estado. Esto no hubiese requerido de la implementación sistemática del método del secuestro clandestino, tortura, asesinato y desaparición del cadáver, aplicado indiscriminadamente contra todo aquel que simpatizara con ideas “de izquierda” o que participara de la lucha de clases.

El terrorismo de Estado fue, al igual que con los fascismos europeos, la respuesta de una burguesía aterrorizada ante la disolución de todo lo que garantiza su dominación de clase.